Metafísicament impossible.
Seguramente a ningún ciudadano le pasó desapercibido: el presidente
del Gobierno se refirió, en el pasado debate sobre el Estado de la
nación, a cierta clase de imposibilidad a la que no tuvo empacho en
llamar metafísica.Como son tan pocas las ocasiones en que la
metafísica sale a colación en las discusiones de la actualidad, y por
tanto escasean las oportunidades de hablar públicamente de semejante
cosa, espero permitan ustedes a un profesor que tiene entre sus encargos
el de explicar una asignatura que lleva ese nombre en la Universidad
Complutense de Madrid darse por aludido y aprovechar pedagógicamente una
coyuntura que puede no repetirse en las próximas décadas.
En primer lugar he de reconocer que la alusión me reconfortó. Vista
la decidida orientación posmoderna del actual ministro de Educación,
mucho me temía yo que estuviera en sus planes la liquidación definitiva
de esta materia académica por considerar que, como el arameo o la poesía
provenzal, cae del lado de esas extravagancias cuyo estudio debe
pagarse por lo privado quien se complazca en ellas, pues el erario
público no está para sufragar cosas que, por su escasa incidencia en el
PIB, salen tan caras como ciertas enfermedades incurables cuyo coste
deben ir asumiendo quienes han cometido la irresponsabilidad de
contraerlas o como algunas pensiones de jubilación que el Estado no
tendría por qué asumir si sus beneficiarios hubieran tenido la decencia
de morirse cuando les tocaba. Quiero pensar que, ahora que la metafísica
ha sido refrendada por el presidente como un recurso legítimo para
argumentar en las Cortes, su permanencia en los planes de estudio está
asegurada.
La expresión salió a relucir cuando Mariano Rajoy intentaba explicar a
la oposición la necesidad de corregir los desequilibrios
macroeconómicos (traducido: de atraerse la confianza de los inversores)
si se quiere mejorar la situación social (porque, y esto no es metafísica sino alquimia, resulta que el desempleo ya no es una cuestión económica, sino únicamente social,
como si el trabajo fuese un servicio caritativo que los empresarios
prestan a los asalariados para que puedan vivir, aunque sea mal, a
cambio de la lubricación de un fluido llamado “crédito” que
misteriosamente se ha enquistado en las cámaras acorazadas de los bancos
y se resiste a salir de ellas con todas sus fuerzas). Sin resolver los
déficits estructurales de la economía, vino a decir el líder del PP, es
“metafísicamente imposible” crear empleo y servicios sociales de
calidad. Hagamos el esfuerzo de concentrarnos sólo en lo de
“metafísicamente”. Ya sé que en algunos países se entiende por
“metafísica” una rama de las ciencias ocultas, pero estoy seguro de que
Mariano Rajoy, por ser persona como Dios manda y registrador de la
propiedad, no estaba pensando en absoluto en esa acepción, sino en la
que se emplea en las facultades de Filosofía. Pues aunque también en
ellas lo “metafísicamente imposible” tenga diversas interpretaciones, su
sentido se entiende bien si evocamos la utilización que hacía de esta
fórmula Salomon Maimon en el siglo XVIII, cuando afirmaba que una cosa
tal como un decaedro regular (un fantástico poliedro muy
célebre entre profesores de filosofía) es metafísicamente imposible:
quería decir que aunque pueda pensarse “lógicamente” sin contradicción,
porque aparentemente suena tan coherente como el “dodecaedro regular”,
resulta imposible de construir geométricamente, ya que viola la regla de
formación de los poliedros regulares (que les ahorro para no aburrirles
más de la cuenta). Lo que Rajoy quería decir, pues, es que, aunque
pueda construirse una frase con aparente sentido lógico o lingüístico en
la que coexistan el crecimiento del déficit y la mejora de los
servicios sociales, la regla de construcción de estos últimos —regla que
para él es tan sagrada como lo era para Euler la de los poliedros
regulares, y que tiene que ver con la ya mentada confianza de los
inversores— hace que lo primero resulte ser incompatible con lo segundo.
Tanto Maimon como Rajoy utilizan de modo enfático el adverbio
“metafísicamente” para subrayar la imposibilidad en la que ambos
insisten, pues el primero podría haber dicho “geométricamente imposible”
(pero no se le hubieran tomado tan en serio) y el segundo
“económicamente imposible” (pero no se habría notado que ninguna fuerza
política del parlamento español con posibilidades de gobernar está
seriamente dispuesta a violar esa regla, pues quienes hoy parecen
defender esa violación sólo pueden permitírselo porque sus posibilidades
de gobierno son tan fantásticas como el decaedro regular).
¿Qué pensaría de esto el ministro de Justicia? Porque, en el amargo
trance en el que hoy se encuentra Alberto Ruiz Gallardón —ha perdido la
poca gracia política que aún le quedaba para ganar otra que no le
servirá de nada en este mundo—, la metafísica se ha convertido en una
cuestión decisiva. Los expertos que le asesoran en materia de aborto
(que, como todos los expertos, han sido contratados para decir al
asesorado lo que quiere oír) han conseguido que, igual que el empleo ha
pasado de problema económico a problema social, el aborto haya dejado de
ser un problema social para transformarse en el problema metafísico
de “cuándo empieza la vida”, convencidos de que, como se entendió
tradicionalmente, la metafísica es la “ciencia de los primeros
principios y de las causas más elevadas” de la que hablaba Aristóteles
en la antigüedad. Pero gracias a las investigaciones de Pierre Aubenque
sabemos ya hace tiempo que esa ciencia mencionada por el pensador griego
no es la metafísica (un término que él jamás utilizó) sino la teología,
que cuando se hace católica es la única doctrina capaz de justificar el
retorno de la política confesional y de considerar también los
embarazos desdichados como extravagancias de menores de edad cuya
solución debe buscarse no ya por lo privado sino por lo clandestino. Lo
que ignora Ruiz Gallardón es que, al considerar “metafísica” lo que
solamente es teología, se incurre en una de esas imposibilidades
supremas denunciadas por el presidente.
Desde que el ministro apareció en el Congreso con el anteproyecto de
ley de interrupción del embarazo, todo el mundo intenta buscar una
explicación: no parece que sea un señuelo para focalizar las furias de
sus rivales en el parlamento, que luego retiraría oportunamente para
dejarles sin argumentos en la campaña electoral, porque ha empeñado de
tal modo su carrera en la apuesta que, como sucede con el soberanismo de
Artur Mas, un paso atrás sería un acto de suicidio político incoherente
con las infladas ambiciones de ambos; tampoco parece un simple gesto de
soberbia (psicológicamente explicable como una venganza contra el
Partido Popular que segó sus aspiraciones a la presidencia del Gobierno
cuando estaba en la cresta de la ola) para imponer al conjunto de la
sociedad española una medida que sólo satisface a una minoría integrista
muy poco significativa incluso en las filas de su formación, porque
ningún Partido se arriesgaría a perjudicar su caudal de votos sólo por
el desagravio personal de un dirigente airado, y mucho menos cuando,
como en este caso, no cabe la coartada de que “Bruselas nos lo exige”.
¿Podría ser que, como dijo el Ministro mientras las activistas de Femen
se encaramaban a las tribunas del Congreso, haya tomado esa iniciativa
exclusivamente por sus principios (servidos por sus asesores
teológicos)? Lamentablemente, esa explicación tan brillante es la única
que no podemos creernos, la única que resulta, esta vez en el recto
sentido esgrimido por Rajoy, metafísicamente imposible. Y no porque los
diputados de la derecha no puedan tener principios, sino porque, aunque
el proyecto escrito en un papel tenga aparentemente sentido verbal,
viola, primero, la regla de construcción de la política del PP durante
toda esta legislatura, que ha consistido en sacrificar sistemáticamente
sus principios “liberales” subiendo los impuestos o nacionalizando
bancos debido a las exigencias pragmáticas de la coyuntura. Y viola, en
segundo lugar y sobre todo, la regla de construcción del Estado de
derecho (laico por definición), que consiste en que no se pueden
fundamentar iniciativas legislativas en motivos teológicos y
confesionales. A ver si Rajoy es capaz de hacerle entender a Ruiz
Gallardón que su proyecto es un decaedro regular.
José Luis Pardo, Por alusiones, El País, 22/03/2014
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