La cultura de la cancelació.
... se entiende la estrategia de señalar, atacar o desprestigiar a alguien con el fin de destruir su reputación. El hecho diferencial respecto a otras formas de trollismo consiste, sin embargo, en que en este caso se busca que tenga consecuencias concretas, que provoque el despido de alguien en un periódico, por ejemplo. En general, que la persona sea anulada, “cancelada”, en todas las dimensiones posibles.
Es importante, por tanto, que tengamos en cuenta algunas de las peculiaridades de Estados Unidos para entender el fenómeno en toda su extensión. Porque, curiosamente, es el país donde se establecen menos trabas legales a la libertad de expresión y donde a la vez impera la corrección política y la autocensura cuando se trata de pronunciarse sobre cuestiones delicadas. Al menos hasta la llegada de la alt-right y Trump, los primeros en romper los tabúes tradicionales, que han sido replicados luego por el otro extremo. Es allí también donde la cultura de la cancelación consigue más eficazmente el efecto deseado: despidos de profesores, restricciones para publicar a personas señaladas, etc.
La cultura de la cancelación sería expresión de prácticas iliberales. Lo que quedaría así vulnerado es, pues, tanto el pluralismo como la tolerancia, los dos pilares de la cultura liberal. Y es difícil no estar de acuerdo con esta frase de la Carta de los 153 de Harper's: “La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desecharlas”.
Por cierto, la palabra “tolerancia” no aparece ni una sola vez en el texto. Quizá porque hemos perdido de vista su auténtico significado, que está lleno de recovecos y paradojas. Porque, recordemos, aquello que toleramos es algo que no nos gusta, que “rechazamos”, que no coincide con la propia opinión, pero que, por respeto a la autonomía del otro para pensar o actuar por sí mismo, toleramos. Justo lo contrario de lo que vemos en la Red, donde el no coincidente, el que discrepa de nuestra posición, es visto siempre como alguien deleznable y merecedor de ser reprendido. Pero, y aquí es donde está el problema, no todo puede ser tolerado porque si no carecería de sentido el concepto. Hay límites a la permissio mali, a la aceptación de lo que no nos gusta. Los discursos del odio, por ejemplo, son intolerables.
A lo que estamos asistiendo hoy es al estrechamiento partidista de estas líneas rojas. Oscilamos entre la indiferencia —nos da igual lo que piense o haga el otro— y la intolerancia pura, cuando aquello a lo que nos conmina esa virtud política es a respetarnos en nuestras diferencias y a dirimir dialógicamente las discrepancias. Otra cosa ya es, desde luego, que el “mercado de las ideas” tenga restricciones de entrada y sea un oligopolio de las élites, muchas de las cuales, por cierto, se han comprado su propio ejército de mercenarios del teclado y juegan descaradamente a la política posverdad. Pero porque la realidad no se ajuste al ideal no es motivo para tirarlo por la borda. ¿Alguno de ustedes discrepa de la frase antes citada? Si no es así, ¿por qué no tratar de alcanzarlo? Lo que está en juego es nuestra propia identidad como sociedad tolerante y plural.
Fernando Vallespín, La cultura de la intolerancia, El País 18/07/2020
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