Trias:'la filosofia fins ara ha intentat transformar el món, del que es tracta, a partir d'ara, és d'interpretar-lo'

Lo primero fue un título: La filosofía y su sombra. Lo descubrí ardiendo. Porque este libro de Eugenio Trías lo quemaba Pepe Carvalho en la única novela de Vázquez Montalbán que me gusta, Los mares del Sur, donde leí por primera vez sobre el mito del sur (yo que soy del sur) y aprendí el verso de Eliot: “Leo hasta entrada la noche, y en invierno parto hacia el sur”. No está mal encontrar a un filósofo en el fuego. Como tampoco asociado al sur: y menos Trías, que devolvió la metafísica al Mediterráneo, tras seguirla por Grecia y Alemania. Trías es, de algún modo, un filósofo del fuego y del sur. Pero sin facilidades: en su sur hay mucho norte; en su fuego hay mucho hielo. En su sombra hay mucha filosofía.

Pero a él llegué algo más tarde, con 20 años. Yo ya estaba con Nietzsche, con Savater y con Cioran; y había estado con Bertrand Russell y con Platón; y con otro filósofo que fue muy importante para mí: el Juan de Mairena de Machado. A Trías no me había aproximado aún. Entonces, siendo estudiante en Madrid, vi anunciada su participación en el paraninfo de Letras de la Complutense, junto a Carlos París y Luis Racionero. Gracias a internet puedo decir la fecha: 17 de marzo de 1987. Acudí con un compañero del colegio mayor, que se apellidaba Cuadrado y era bastante cuadriculado. Cuadriculadas fueron también las intervenciones de París y Racionero. La de París, cuadriculadamente marxista. La de Racionero, cuadriculadamente taoísta. Tuvieron lugar por este orden, que era en el que estaban sentados. Trías fue el tercero. Éramos pocos en la gran sala en declive, unos 15 o 20. Pronto supimos que, además de pocos, éramos unos privilegiados. 

Empezó con una cita de Marx, su conocida tesis sobre Feuerbach: “Hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo. De lo que se trata es de transformarlo”. Propuso un ejercicio: invertir los términos y probar la verdad de la frase resultante. Esta quedaba así: “Hasta ahora los filósofos no han hecho más que transformar el mundo. De lo que se trata es de interpretarlo”. Pasó a probarla. Primero, mostrando cómo los filósofos habían, en efecto, transformado el mundo con la filosofía. Esta suponía una intervención y un constreñimiento. Los filósofos, descontentos con el mundo, lo habían transformado en sus sistemas. Frente a ello, Trías sugería la tarea de acercarse al mundo sin transformarlo: de salir a su encuentro, o de recibirlo; de estar atento a él, a la mirada y a la escucha; de interpretarlo. Siguió dando vueltas sobre detalles que no recuerdo, hasta que en un cierto momento —y este fue el momento deslumbrante— indicó que había que entender la idea de interpretación también en su sentido musical. Se trataba, pues, de interpretar el mundo como el músico interpreta una partitura: pero una partitura móvil, más próxima a la del jazz que a la de la música clásica; una partitura que, en realidad, va haciéndose conforme el intérprete la ejecuta; según un juego de recurrencias —de acercamientos y alejamientos en espiral— que Trías denominaba principio de variación. Vivir era ejecutar variaciones musicales; y pensar también: porque las dos cosas iban juntas. 

Escucharlo aquella mañana ha sido uno de los grandes momentos intelectuales (y estéticos) de mi vida. Recuerdo mi autoconciencia, de pronto, de estar muy metido. De sentir, casi físicamente, el hilo de la verdad que nos tenía magnetizados. Hasta el cuadriculado Cuadrado estaba absorto. Y el propio Racionero, mirando a Trías a su derecha. Pero no era una adhesión irracional, como la que se tiene a un brujo; sino que estaba animada por la racionalidad: una razón, ciertamente, con efectos poéticos y musicales (Trías hablaba con cadencia hospitalaria), pero ante todo razón. Al término, me despedí de Cuadrado y corrí a comprar libros de Trías.

Fue la misma primavera en que me aficioné a Octavio Paz, y en realidad las dos pasiones las viví juntas al comienzo. Encontraba ciertas correspondencias entre uno y otro, que tenían que ver justamente con la visión analógica, el simbolismo y el cruce de la pasión con la razón; advertía pasajes entre la “otra voz” de Paz y el “límite” de Trías. Y entre ambos despertaron mi devoción por Duchamp: Octavio Paz con su libro Apariencia desnuda y Trías con la segunda parte de Los límites del mundo: “Crítica de la transparencia pura”, que es uno de los textos más hermosos —y profundos y lumínicos— de la prosa española de nuestro tiempo. Yo, que soy más de la literatura que de la filosofía (aunque a la literatura le reclamo filosofía), admiro principalmente a Trías como escritor: como escritor filosófico.

Ahora que su obra está conclusa, puede observarse en ella un movimiento de ola, que se forma, rompe en la playa, reposa y vuelve. Sería una ola arquitectónico-musical. En su formación, en el avance que acumula materiales, estarían las obras de su primer periodo: La filosofía y su sombra, Metodología del pensamiento mágico, Teoría de las ideologías, Filosofía y carnaval, La dispersión, Drama e identidad, El artista y la ciudad, La memoria perdida de las cosas, Meditación sobre el poder, Tratado de la pasión, Lo bello y lo siniestro, y sus estudios sobre Thomas Mann, Goethe, Hegel y Joan Maragall. En su rompimiento, sus obras de madurez, las que constituyen propiamente su sistema, el de la “filosofía del límite”: Filosofía del futuro —que vendría a ser un epílogo de la anterior etapa y un prólogo de la siguiente—, Los límites del mundo —su obra central—, La aventura filosófica, Lógica del límite y La razón fronteriza. De este cuerpo se desgajan esquirlas, unas diríamos que hacia los lados, como en sus libros sobre ética y política, y en sus insistencias estéticas (sobre Vértigo o Calderón); y otras hacia el frente, hacia más allá de la filosofía, en sus libros sobre la religión y el espíritu, entre los cuales está uno de sus más importantes: La edad del espíritu. Sigue un momento de reposo, de recapitulación, con El árbol de la vida, El hilo de la verdad y Ciudad sobre ciudad. Y por fin se produce el repliegue, el regreso al mar con todo lo ganado (y perdido): sus últimas obras sobre música, El canto de las sirenas y La imaginación sonora, y el anunciado inédito, ya póstumo, De cine. Aventuras y extravíos

La sensación al leer a Trías es de grandeza: de intensificación y de conjunción. El buen filósofo siembra asombro, y Trías era (seguirá siendo en sus libros) un buen filósofo. Podría aplicársele esto de Schiller: “Noble es, en general, todo espíritu que posee el don de transformar el negocio más nimio y el objeto más pequeño en un infinito, por el modo de tratarlo”. Su actitud era, como él mismo reconocía, la del compositor musical; y podría decirse que era un compositor filosófico que componía “sinfonías de ideas”. Así llama a las partes de Los límites del mundo; como denomina “singladuras” a los capítulos de La aventura filosófica. De sus ideas me calaron la de la filosofía como “decir y hacer verdad” y como “exploración del límite”; la de la pasión como fuente de conocimiento; la de “dejarse afectar por el mundo”; la del “corazón atroz de la belleza”; la del fundamento último de la ética como kafkiana “voz del padre”; la del amor como “cuidado por la finitud del otro”; la de que la relación que el artista mantiene con su obra es (debe ser) de asistencia mutua; la de que hay una vía subterránea entre Platón y Nietzsche, y es la fecundidad (en todos los sentidos); la del hombre como “especie erótica y guerrera” y como “fronterizo”; la del ser como “singular sensible en devenir”; la del mencionado “principio de variación”, entre musical y ontológico; y la idea, en fin, del espacio-luz.

Para Trías la muerte era el salto de la totalidad del hombre al espacio-luz. En algún momento, a propósito de Goethe, distingue entre las vidas que se consumen en un fulgor, románticamente, y aquellas otras que aspiran a durar y dar frutos tardíos, como un árbol. Trías se estaba preparando para esto, y hubiera sido un excelso anciano; pero su muerte le ha dejado un halo romántico a su, por otra parte, lograda madurez. De algún modo, ha dejado atado su vigor. Y queda un eco pitagórico, el del siete de sus 70 años; que ahora se combina con el tres de su nombre. Si tuviera que escoger solo tres de sus libros serían Tratado de la pasión, Los límites del mundo y La aventura filosófica. Y si tuvieran que ser siete, añadiría El artista y la ciudad, Drama e identidad, Meditación sobre el poder y Lo bello y lo siniestro. No he leído los últimos libros que publicó. Son obras que están ahí, para algún día. Y me gusta ahora habérmelas dejado, para ese día oír su voz desde el otro lado ya. Como la de los grandes filósofos.

José Antonio Montano, La grandeza de Trías, jotdown.es, 21/02/2013

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