La metafísica poètica d'Empèdocles.
Empédocles |
Se dice que la filosofía nace de asombro y
violencia, de un momento de contemplación al que sucede otro de abstracción.
Mas, a mi juicio, hay un tercer momento: el de la expresión. Con frecuencia
decir la verdad ha sido tarea áspera, pero entre estos padres de la filosofía
la aspereza de la expresión posee tal fuego, tales ácidos y tal dureza, que
sólo entre los profetas hebreos se puede encontrar algo semejante. ¿Qué son las
críticas de Voltaire frente a esta
aguda furia de Jenófanes, que a los
setenta años no sólo se atreve a enfrentarse con la religión sino que se burla
de la misma razón humana? Maldecir a la humanidad pecadora es bien poco, cuando
se piensa que este soberbio juglar se burla de los dioses y de los hombres, no
en nombre de un poder divino sino en nombre de un entendimiento superior. Va
más a llá de la blasfemia cuando condena los “mentirosos dichos de Homero y
Hesíodo”; a quien sentencia es a la razón humana, pues advierte que si los
bueyes y los leones fueran capaces de imaginar dioses, tendrían traza de bueyes
y leones.
La furia de Jenófanes,
en cierto modo maestro de Parménides,
puesto que se le anticipa al sospechar la unidad del ser, se transforma en el
eleata en un fuego abstracto. “Araña que chupa la sangre del devenir”, lo llamó
Nietzsche. Antes de que Platón expulse de la República a los
poetas, este lógico implacable inicia, en versos helados y puros como la misma
razón, el combate contra la poesía. Al afirmar la identidad del ser consigo
mismo –sólo es lo que es- y al identificar el ser con el pensamiento –“lo mismo
es el pensar y aquello por lo que es
el pensamiento”-, repudia como vanas apariencias al devenir y a la realidad y
consagra al pensamiento como la única fuente del conocer. Los sentidos, la
pasión que adivina, la intuición, todas las otras formas de aprehensión de la
realidad, son condenadas como una bárbara aberración, como una locura de los
hombres “bicéfalos”. “Para ellos –dice con desdén- la misma cosa y no la misma
cosa parece el ser y el no ser”. Pues bien, para el poeta la misma cosa es y no
es el ser; esta evidencia no nace del pensamiento sino de los sentidos, y se
verifica en la realidad, en el devenir, aunque en la época de Parménides (¿y en la nuestra?) haya
parecido un pecado contra la razón.
Si Parménides
condena a los sentidos y a la realidad, Empédocles,
misterioso poeta, bastante más insondable y brillante que tantos modernos de
pretenciosas profundidad3es, anima a los cuatro elementos en que hace consistir
la substancia, con la pasión: amor y odio mueven a los viviente. El movimiento
y las diversas apariencias que pueblan nuestros ojos de fugitivas imágenes no
son más que las separaciones y las uniones de agua, fuego, aire y tierra. Como Heráclito, afirma un eterno retorno: “Unas
hacia las Otras se destruyen, Unas hacia las Otras se acrecientan, según el
turno que la Parca concierta”. La muerte no existe y la materia es
indestructible. Los historiadores de la filosofía encuentran en Empédocles una anticipación de las
teorías transformistas (“Que ya Yo mismo doncella y doncel fui una vez, ave y
arbusto, y en el Salado fui pez mundo”); tampoco sería exagerado ver en la
voluntad de Schopenhauer un eco de
sus palabras. García-Bacca, en una
aguda nota, observa que se trata de una “metafísica concreta” (¿no sería más
apropiado decir: poética?). Este semidiós no condena a los sentidos como fuente
de conocimiento; por el contrario, posturla una especie de conocimiento visceral:”dividiendo bien el Logos,
distribuyéndolo bien por tus entrañas”, podrás llegar al conocimiento, dice en
una parte de su poema. En fin, Empédocles
nos muestra un tipo de filosofía contrario al de Parménides: vitalista, concreto, visión del mundo más que
abstracción. No quisiera terminar este superficial comentario sin destacar
algunos versos de Empédocles: “Noche:
la de ojos en peregrinación, la desierta”; “muchos fuegos están ardiendo bajo
el agua”; “El mar: transpiración de la tierra”. Versos misteriosos, húmedos aún
de no sé qué revelación nocturna, versos románticos, ecos remotos de una
naturaleza encantada, soplo del espíritu amoroso que mueve este mundo. En tanto
que Parménides busca en la
abstracción la esencia de este mundo, Empédocles,
el inspirado, quiere develar el secreto de su origen. Su poema –con los
fragmentos de Heráclito- inicia eso
que llamaríamos “el pensamiento poético”, la visión directa del mundo. (…)
La filosofía se inicia como un desprendimiento de
la poesía. Y sólo hasta muy avanzado su desarrollo logra expresarse en sus
propios términos y con total independencia. Este divorcio no las beneficia: la
poesía pierde algunos de sus atributos proféticos; la filosofía, su capacidad
de contagio, su humedad espiritual, su erotismo. De esa discordia, cáncer de la
cultura moderna, nacen el furor abstracto y la compensadora ola de
irracionalismo que luego se apodera de las almas. (…) Con los presocráticos
nace la filosofía, pero también, y esto es quizá lo más importante, nacen los
filósofos: ese tipo humano que tiene por vocación la generalidad y por objeto
de estudio al hombre mismo. Volver a ellos es intentar la reconquista de esa
perdida unidad de visión que permite contemplar al mundo con ojos humanos, de
poeta-filósofo y no de miope especialista.
Octavio Paz, Los presocráticos, El Hijo Pródigo, año 1, nº 7, México, octubre de
1943, pp. 60-61 (Obras Completas. Edición
del autor. Miscelánea I. Primeros escritos. Círculo de Lectores, Barna
1998)
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