La metafísica poètica d'Empèdocles.



Empédocles
“Otros pueblos tienen santos; los griegos tienen sabios”. En este hecho encuentra Nietzsche la justificación, no del pueblo griego, sino de la filosofía entre los griegos. La filosofía griega no justificó nunca a los griegos; fue la salud del pueblo griego, que lo hizo capaz de resistir la verdad, quien justificó para siempre a la filosofía. ¿Podemos decir nosotros lo mismo? En México la filosofía casi no existe; no la necesitamos, ni seríamos capaces de soportar las verdades de los filósofos. Mezquinos y débiles, sólo la mentira nos alimenta y un poco de verdad nos aniquilaría. La salud moral del pueblo griego no lo inmunizaba contra la verdad, como pasa entre nosotros; por tanto, la filosofía, esto es, la vocación por la verdad y por su expresión viva, no fue nunca ejercicio de academias y sectas (hasta la época de la decadencia), sino una actividad pública, en la que todos se interesaban y que a todos afectaba, como si se tratara de la salud misma de la nación. ¿Quién, entre nosotros, podría soportar la dureza y el fuego de un Jenófanes, de un Heráclito, de un Empédocles? (…) Entrte nosotros (los mejicanos) el filósofo es un ser solitario y perverso, cuando no risible, “un cometa cuya aparición no se puede calcular y que infunde pavor cuando aparece, mientras que en los demás casos es una estrella fija en el cielo de la cultura” (Juan David García-Bacca, traductor, prologuista y comentarista de  Los presocráticos. Jenófanes, Parménides y Empédocles, El Colegio de México, México 1943).

Se dice que la filosofía nace de asombro y violencia, de un momento de contemplación al que sucede otro de abstracción. Mas, a mi juicio, hay un tercer momento: el de la expresión. Con frecuencia decir la verdad ha sido tarea áspera, pero entre estos padres de la filosofía la aspereza de la expresión posee tal fuego, tales ácidos y tal dureza, que sólo entre los profetas hebreos se puede encontrar algo semejante. ¿Qué son las críticas de Voltaire frente a esta aguda furia de Jenófanes, que a los setenta años no sólo se atreve a enfrentarse con la religión sino que se burla de la misma razón humana? Maldecir a la humanidad pecadora es bien poco, cuando se piensa que este soberbio juglar se burla de los dioses y de los hombres, no en nombre de un poder divino sino en nombre de un entendimiento superior. Va más a llá de la blasfemia cuando condena los “mentirosos dichos de Homero y Hesíodo”; a quien sentencia es a la razón humana, pues advierte que si los bueyes y los leones fueran capaces de imaginar dioses, tendrían traza de bueyes y leones.

La furia de Jenófanes, en cierto modo maestro de Parménides, puesto que se le anticipa al sospechar la unidad del ser, se transforma en el eleata en un fuego abstracto. “Araña que chupa la sangre del devenir”, lo llamó Nietzsche. Antes de que Platón expulse de la República a los poetas, este lógico implacable inicia, en versos helados y puros como la misma razón, el combate contra la poesía. Al afirmar la identidad del ser consigo mismo –sólo es lo que es- y al identificar el ser con el pensamiento –“lo mismo es el pensar y aquello por lo que es el pensamiento”-, repudia como vanas apariencias al devenir y a la realidad y consagra al pensamiento como la única fuente del conocer. Los sentidos, la pasión que adivina, la intuición, todas las otras formas de aprehensión de la realidad, son condenadas como una bárbara aberración, como una locura de los hombres “bicéfalos”. “Para ellos –dice con desdén- la misma cosa y no la misma cosa parece el ser y el no ser”. Pues bien, para el poeta la misma cosa es y no es el ser; esta evidencia no nace del pensamiento sino de los sentidos, y se verifica en la realidad, en el devenir, aunque en la época de Parménides (¿y en la nuestra?) haya parecido un pecado contra la razón.

Si Parménides condena a los sentidos y a la realidad, Empédocles, misterioso poeta, bastante más insondable y brillante que tantos modernos de pretenciosas profundidad3es, anima a los cuatro elementos en que hace consistir la substancia, con la pasión: amor y odio mueven a los viviente. El movimiento y las diversas apariencias que pueblan nuestros ojos de fugitivas imágenes no son más que las separaciones y las uniones de agua, fuego, aire y tierra. Como Heráclito, afirma un eterno retorno: “Unas hacia las Otras se destruyen, Unas hacia las Otras se acrecientan, según el turno que la Parca concierta”. La muerte no existe y la materia es indestructible. Los historiadores de la filosofía encuentran en Empédocles una anticipación de las teorías transformistas (“Que ya Yo mismo doncella y doncel fui una vez, ave y arbusto, y en el Salado fui pez mundo”); tampoco sería exagerado ver en la voluntad de Schopenhauer un eco de sus palabras. García-Bacca, en una aguda nota, observa que se trata de una “metafísica concreta” (¿no sería más apropiado decir: poética?). Este semidiós no condena a los sentidos como fuente de conocimiento; por el contrario, posturla una especie de conocimiento visceral:”dividiendo bien el Logos, distribuyéndolo bien por tus entrañas”, podrás llegar al conocimiento, dice en una parte de su poema. En fin, Empédocles nos muestra un tipo de filosofía contrario al de Parménides: vitalista, concreto, visión del mundo más que abstracción. No quisiera terminar este superficial comentario sin destacar algunos versos de Empédocles: “Noche: la de ojos en peregrinación, la desierta”; “muchos fuegos están ardiendo bajo el agua”; “El mar: transpiración de la tierra”. Versos misteriosos, húmedos aún de no sé qué revelación nocturna, versos románticos, ecos remotos de una naturaleza encantada, soplo del espíritu amoroso que mueve este mundo. En tanto que Parménides busca en la abstracción la esencia de este mundo, Empédocles, el inspirado, quiere develar el secreto de su origen. Su poema –con los fragmentos de Heráclito- inicia eso que llamaríamos “el pensamiento poético”, la visión directa del mundo. (…)

La filosofía se inicia como un desprendimiento de la poesía. Y sólo hasta muy avanzado su desarrollo logra expresarse en sus propios términos y con total independencia. Este divorcio no las beneficia: la poesía pierde algunos de sus atributos proféticos; la filosofía, su capacidad de contagio, su humedad espiritual, su erotismo. De esa discordia, cáncer de la cultura moderna, nacen el furor abstracto y la compensadora ola de irracionalismo que luego se apodera de las almas. (…) Con los presocráticos nace la filosofía, pero también, y esto es quizá lo más importante, nacen los filósofos: ese tipo humano que tiene por vocación la generalidad y por objeto de estudio al hombre mismo. Volver a ellos es intentar la reconquista de esa perdida unidad de visión que permite contemplar al mundo con ojos humanos, de poeta-filósofo y no de miope especialista.

Octavio Paz, Los presocráticos, El Hijo Pródigo, año 1, nº 7, México, octubre de 1943, pp. 60-61 (Obras Completas. Edición del autor. Miscelánea I. Primeros escritos. Círculo de Lectores, Barna 1998)

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