"L'origen de la desigualtat entre els homes" (Jean-Jacues Rousseau)











Magníficos, muy honorables y soberanos señores:

Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su patria aquellos honores que ésta pueda aceptar, trabajo hace treinta años para ser digno de ofreceros un homenaje público; y supliendo en parte esta feliz ocasión lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he creído que me sería permitido atender aquí más al celo que me anima que al derecho que debiera autorizarme.

Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, ¿cómo podría meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabiduría con que una y otra, felizmente combinadas en ese Estado, concurren, del modo más aproximado a la ley natural y más favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a la felicidad de los particulares? Buscando las mejores máximas que pueda dictar el buen sentido sobre la constitución de un gobierno, he quedado tan asombrado al verlas todas puestas en ejecución en el vuestro, que, aun cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese creído no poder dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre todos los pueblos que paréceme poseer las mayores ventajas y haber prevenido mejor los abusos.

Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos.

Hubiera querido nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen más que un solo y único interés, a fin de que los movimientos de la máquina se encaminaran siempre al bien común, y como esto no podría suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma persona, dedúcese que yo habría querido nacer bajo un gobierno democrático sabiamente moderado.

Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo, ese yugo suave y benéfico que las más altivas cabezas llevan tanto más dócilmente cuanto que están hechas para no soportar otro alguno.

Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constitución de un gobierno, si se encuentra un solo hombre que no esté sometido a la ley, todos los demás hállanse necesariamente a su merced; y si hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división que hagan de su autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado esté bien gobernado.

Yo no hubiera querido vivir en una república de reciente institución, por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado quedase sujeto a quebranto y destrucción casi desde su nacimiento; pues sucede con la libertad como con los alimentos sólidos y suculentos o los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, dañan y embriagan a los débiles y delicados que no están acostumbrados a ellos. Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto más de la libertad cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos libres, no se halló en situación de gobernarse a sí mismo al sacudir la opresión de los Tarquinos. Envilecido por la esclavitud y los ignominiosos trabajos que éstos le habían impuesto, el pueblo romano no fue al principio sino un populacho estúpido, que fue necesario conducir y gobernar con muchísima prudencia a fin de que, acostumbrándose poco a poco a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmente aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de carácter que hicieron del romano el más respetable de todos los pueblos.

Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tranquila república cuya antigüedad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a propósito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas también dignos de serlo.

Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del feroz espíritu de conquista, y a cubierto, por una posición todavía más afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran interés en invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los demás que la invadieran; una república, en fin, que no despertara la ambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en caso necesario. Síguese de esto que, en tan feliz situación, nada habría de temer sino de sí misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado en el uso de las armas, hubiese sido más bien para mantener en ellos ese ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.

Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano, en el cual los jefes del Estado y los más interesados en su conservación estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente dependía la salud pública, y donde, por una absurda inconsecuencia, los magistrados hallábanse privados de los derechos de que disfrutaban los simples ciudadanos.

Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a los magistrados; que éstos usasen de él con tanta circunspección, que el pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su consentimiento; y que la promulgación se hiciera con tanta solemnidad, que antes de que la constitución fuese alterada hubiera tiempo para convencerse de que es sobre todo la gran antigüedad de las leyes lo que las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia rápidamente las leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbrándose a descuidar las antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.

Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de una república donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus magistrados, o concediéndoles sólo una autoridad precaria, hubiese guardado para sí, con notoria imprudencia, la administración de sus asuntos civiles y la ejecución de sus propias leyes. Tal debió de ser la grosera constitución de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del estado de naturaleza; y ése fue uno de los vicios que perdieron a la república de Atenas.

Pero hubiera elegido la república en donde los particulares, contentándose con otorgar la sanción de las leyes y con decidir, constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos públicos más importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para administrar la justicia y gobernar el Estado a los más capaces y a los más íntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de la sabiduría del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se honrasen mutuamente, de suerte que sí alguna vez viniesen a turbar la concordia pública funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y de error quedasen señalados con testimonios de moderación, de estima recíproca, de un común respeto hacia las leyes, presagios y garantías de una reconciliación sincera y perpetua.

Tales son, magníficos, muy honorables y soberanos señores, las ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elección. Y si la Providencia hubiese añadido además una posición encantadora, un clima moderado, una tierra fértil y el paisaje más delicioso que existiera bajo el cielo, sólo habría deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las demás virtudes, para dejar tras mí el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un honesto y virtuoso patriota.

Si, menos afortunado o tardíamente discreto, me hubiera visto reducido a terminar en otros climas una carrera lánguida y enfermiza, lamentando vanamente el reposo y la paz de que me había privado una imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi país, y, poseído de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos conciudadanos, les habría dirigido desde el fondo de mi corazón, poco más o menos, el siguiente discurso:

«Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos míos, puesto que así los lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para mí no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes de que disfrutáis, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto como yo que los he perdido. Cuanto más reflexiono sobre vuestro estado político y civil, más difícil me parece que la naturaleza de las cosas humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los demás gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se limita siempre a proyectos abstractos o, cuando más, a meras posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya está hecha: no tenéis mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no necesitáis sino conformaros con serlo. Vuestra soberanía, conquistada o recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros límites, aseguran vuestros derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constitución es excelente, dictada por la razón más sublime y garantida por potencias amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no tenéis guerras ni conquistadores que temer; no tenéis otros amos que las sabias leyes que vosotros mismos habéis hecho, administradas por íntegros magistrados por vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las sólidas virtudes, ni demasiado pobres para que tengáis necesidad de más socorros extraños de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla.

«¡Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo de los pueblos, una república tan sabia y afortunadamente constituida! He aquí el único voto que tenéis que hacer, el único cuidado que os queda. En adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente mediante un sabio uso. De vuestra unión perpetua, de vuestra obediencia a las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra conservación. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde resultarían tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro corazón y a consultar la voz secreta de vuestra conciencia. ¿Conoce alguno de vosotros en el mundo un cuerpo más íntegro, más esclarecido, más respetable que vuestra magistratura? ¿No os dan todos sus miembros ejemplo de moderación, de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la más sincera armonía? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable confianza que la razón debe a la virtud; pensad que vosotros los habéis elegido, que justifican vuestra elección y que los honores debidos a aquellos que habéis investido de dignidad recaen necesariamente sobre vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.

¿De qué se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y con justa confianza lo que estaríais siempre obligados a hacer por verdadera conveniencia, por deber y por razón? Que una culpable y funesta indiferencia por el mantenimiento de la Constitución no os haga descuidar nunca en caso necesario las sabias advertencias de los más esclarecidos y de los más discretos, sino que la equidad, la moderación, la firmeza más respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria como de su libertad. Guardaos sobre todo, y éste será mi último consejo, de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos móviles secretos son frecuentemente más peligrosos que las acciones mismas. Una casa entera despiértase y se sobresalta a los primeros ladridos de un buen y fiel guardián que sólo ladra cuando se aproximan los ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que turban sin cesar el reposo público y cuyas advertencias continuas y fuera de lugar no se dejan oír precisamente cuando son necesarias.»

Y vosotros, magníficos y honorabilísimos señores; vosotros, dignos y respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y la virtud, aquel de que os habéis hecho dignos y al cual os han elevado vuestros conciudadanos. Su propio mérito añade al vuestro un nuevo brillo, y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobernéis a ellos mismos, os considero tan por encima de los demás magistrados, como un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros tenéis el honor de dirigir, se halla, por sus luces y su razón, por encima del populacho de los otros Estados.

Séame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar más firmes huellas y que siempre vivirá en mi corazón. No recuerdo nunca sin sentir la más dulce emoción al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que aleccionó a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las verdades más sublimes. Delante de él, mezclados con las herramientas de su oficio, veo a Tácito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado recibiendo con poco fruto las tiernas enseñanzas del mejor de los padres. Pero si los extravíos de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por grande que sea la inclinación hacía el vicio, es difícil que una educación en la cual interviene el corazón se pierda para siempre.

Tales son, magníficos y honorabilísimos señores, los ciudadanos y aun los simples habitantes nacidos en el Estado que gobernáis; tales, son esos hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas. Mi padre, lo confieso con alegría, no ocupaba entre sus conciudadanos un lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay país en que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por las personas más honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar hombres de semejante excelencia, vuestros iguales así por la educación como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les debéis una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacción con cuánta moderación y condescendencia usáis con ellos de la gravedad propia de los ministros de las leyes, cómo les devolvéis en estima y consideración la obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y sabiduría, a propósito para alejar cada vez más el recuerdo de dolorosos acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca; conducta tanto más discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los más fogosos en sostener sus derechos son los más inclinados a respetar los vuestros.

No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que aquellos que se consideran como magistrados o, más bien, como señores de una patria más santa y sublime, den pruebas de algún amor a la patria terrenal que los alimenta. ¡Qué dulce es para mí señalar en nuestro favor una excepción tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos más excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las máximas del Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en práctica. Todo el mundo sabe con cuánto éxito se cultiva en Ginebra el gran arte de la elocuencia sagrada. Pero harto habituados a oír predicar de un modo y ver practicar de otro, pocas gentes saben hasta qué punto reinan en nuestro cuerpo sacerdotal el espíritu del cristianismo, la santidad de las costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los demás. Tal vez le esté reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante de una unión tan perfecta en una sociedad de teólogos y de gentes de letras. Sobre su sabiduría y su moderación, sobre su celoso cuidado por la prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto, observo cuánto horror manifiestan ante las máximas espantosas de esos hombres sagrados y bárbaros -de los cuales la Historia ofrece más de un ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir, sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto más se envanecían de que la suya sería siempre respetada.

¿Podía olvidarme de esa encantadora mitad de la República que hace la felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo será siempre gobernar el nuestro. ¡Felices cuando vuestro casto poder, ejercido solamente en la unión conyugal, no se hace sentir más que para gloria del Estado y a favor del bienestar público! Así es como gobernaban las mujeres de Esparta, y así merecéis vosotras gobernar en Ginebra. ¿Qué hombre bárbaro podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de una tierna esposa? ¿Y quién no despreciaría un vano lujo viendo la sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo que recibe de vosotras, la más favorable a la hermosura? A vosotras corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y vuestro espíritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las extravagancias que nuestros jóvenes aprenden en el extranjero, de donde, en lugar de tantas cosas que podrían aprovecharles, sólo traen consigo, con un tono pueril y ridículos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la admiración de no sé qué grandezas, frívolo desquito de la servidumbre que no valdrá nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces vínculos de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasión los derechos del corazón y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.

Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en tales garantías la esperanza de la felicidad común de los ciudadanos y la gloria de la república. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillará con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya predilección pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes los placeres fáciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los palacios, la ostentación de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de los espectáculos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En Ginebra sólo se hallarán hombres; sin embargo, este espectáculo también tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podrán parangonarse con los admiradores de esas otras cosas.

Dignaos, magníficos, muy honorables y soberanos señores, recibir todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo por vuestra común prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera culpable de algún arrebato indiscreto en esta viva efusión de mi corazón, yo os suplico que lo disculpéis en gracia al tierno afecto de un verdadero patriota y al celo ardoroso y legítimo de un hombre que no aspira a mayor felicidad para sí que la de veros a todos dichosos.

     Soy con el más profundo respeto, magníficos, muy honorables y soberanos señores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y conciudadano.

J. J. ROUSSEAU.

Chamberí, 12 de junio de 1754.

Traducción del francés ha sido hecha por Ángel Pumarega 

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