Wittgenstein: "Tractatus"





Las palabras son sólo la superficie de un abismo, una piel sobre el agua profunda. Hay cosas que no se pueden decir con el lenguaje pero que se reflejan en el lenguaje. Wittgenstein pretende captar ese reflejo y purificar la lengua (esa gran ramera). Reproduce el gesto del budista Nāgārjuna, que recomendaba el abandono de todas las opiniones. Claridad respecto a lo que se puede decir y silencio sobre el resto. Pero lo que se puede decir es bien poco. Dios, la vida o el destino, quedan fuera del alcance de lo decible. Su conclusión estremecedora: “todas las proposiciones valen lo mismo”. Al matematizar la naturaleza, ésta pierde su encanto: “He meditado mucho sobre todo lo divino y humano, pero no puedo establecer la conexión con mis razonamientos matemáticos”. Los intereses lógicos se van diluyendo en los místicos. El valor está en otra parte.

“De no existir la voluntad, no habría tampoco ese centro del mundo que llamamos el yo, que es el portador de los valores”. El yo no es un objeto y es profundamente misterioso, parece estar fuera del mundo. En sus diarios de esta época se permite un discurso sobre lo inefable: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”. Pero Wittgenstein no frecuenta los templos, su postura se encuentra más allá del ritual, la confesionalidad o la teología dogmática. No tiene que sostener un credo para hacer suyas ciertas profundidades. “Creer en un Dios significa entender la pregunta por el sentido de la vida. Pues al fin y al cabo, Dios es el modo en el que se comporta todo”.

Si llamamos Dios al sentido de la vida o al sentido del mundo, entonces la filosofía de Wittgenstein, como la de Spinoza, está llena de Dios. Tras la contienda, interior y exterior, Wittgenstein se ha hecho un hombre, se ha acercado al ideal de la vida unificada y ya puede filosofar. Da a la imprenta el Tractatus, una obra que en menos de cien páginas resuelve supuestamente todos los problemas del pensamiento. La filosofía ya no es sistema o doctrina, sino una labor de desbrozado, un delimitar lo que tiene sentido y lo que no. Pero, sorprendentemente, la obra se liquida a sí misma al final: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Como si de una teología negativa se tratara, se impone el silencio sobre lo importante. La lógica se transmuta en ética.

Juan Arnau Navarro, Wittgenstein, la palabra y el abismo, El País 06/11/2020

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