El mercat democràtic.






En su célebre libro de 1942 Capitalismo, socialismo y democracia, Josef A. Schumpeter proponía entre otras cosas lo que él llamó “otra teoría de la democracia” para diferenciarla de la teoría clásica. La “otra teoría” sería menos atractiva, pero más realista, porque permitiría describir lo que realmente ocurre en las sociedades democráticas. En ellas no gobierna directamente el pueblo, sino los grupos que han ganado una competición por los votos de la ciudadanía. Esto tiene sus ventajas porque los ciudadanos pueden castigarles si no cumplen sus promesas, retirándoles el apoyo en las siguientes elecciones, pero además permite interpretar la vida política como un cierto trasunto de la económica. Al fin y a la postre, los grupos que compiten por el poder se comportan como los empresarios que intentan vender sus productos y, por la cuenta que les tiene, ya se cuidan de descubrir los deseos de los potenciales consumidores y de satisfacerlos. Las élites políticas también se esforzarán por descubrir los intereses de los grupos sociales, y aun por crearlos, de forma que puedan salir a la luz. Como sabemos, toda una economía de la vida política se ha ido construyendo desde esta perspectiva.

Sin embargo, yendo más allá de Schumpeter, es preciso poner sobre el tapete una condición, presente en el mundo económico y totalmente ausente en las campañas electorales: en las empresas está prohibido intentar vender el propio producto desacreditando las ofertas de los competidores. El marketing comercial y el social deben informar a los potenciales consumidores sobre la propia oferta, sobre los beneficios que puede aportar el propio producto, para lo cual es necesario intentar conocer los deseos e intereses de las gentes y en ocasiones anticiparse a ellos, segmentando la población. Pero las reglas del juego prohíben terminantemente atraer a la clientela denostando los productos de los competidores, haciendo publicidad de sus defectos, reales o inventados, para quedar como la mejor opción sin necesidad de sacar las propias cartas.

Y, lo que aún es más interesante si cabe, también las reglas de juego exigen que la información comercial sea veraz. Se presentará de forma más o menos atractiva, según el saber hacer del departamento de marketing, pero nunca debe engañar. El engaño, si sale a la luz, puede traer malas consecuencias legales, pero sobre todo la pérdida de reputación, que es letal para la empresa. A no ser que se creen monopolios, contrarios también a las leyes del mercado.

Deberían aplicarse esas normas a las competiciones electorales. Las campañas ocuparían entonces un tiempo sensato, no 365 días al año, que es lo que sufrimos ahora, sabríamos qué ofrece cada partido para resolver los problemas cotidianos y podríamos pedir cuentas. Se desvanecerían esos conflictos puramente ideológicos que no son sino cortinas de humo, y perderían protagonismo los personajes histriónicos, tan atractivos para los medios de comunicación en estos tiempos en que se recrudece algo tan ancestral como la “economía de la atención” para obtener rentabilidad. Donald Trump fue un maestro en este arte, pero, por desgracia, también por estos pagos abundan clones similares.

Adela Cortina, Un nuevo 'marketing' político, El País 18/05/2021

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