Sorteig contra representació (Rancière)






En su principio, como en su origen histórico, la representación es lo contrario de la democracia. La democracia está fundada sobre la idea de una competencia igual de todos. Y su modo normal de designación es el sorteo, como se practicaba en Atenas, para prevenir el acaparamiento del poder por esos que lo desean.

La representación es un principio oligárquico: los que están de esta manera asociados al poder no representan a una población sino al estatuto o la competencia que funda su autoridad sobre esta población: el nacimiento, la riqueza, el saber u otros.

Nuestra sistema electoral es un compromiso histórico entre poder oligárquico y poder de todos: los representantes de las potencias establecidas se convierten en los representantes del pueblo, pero, inversamente, el pueblo democrático delega su poder a una clase política acreditada de un conocimiento particular de los negocios comunes y del ejercicio del poder. Los tipos de elección y las circunstancias inclinan más o menos la balanza entre los dos.

La elección de un presidente como encarnación directa del pueblo ha sido inventada en 1848 contra el pueblo de las barricadas y de los clubes populares y reinventada por de Gaulle para otorgar un “guía” a un pueblo muy turbulento. Lejos de ser la coronación de la vida democrática, es el punto extremo del despojo electoral del poder popular al provecho de los representantes de una clase de políticos en la que las facciones opuestas comparten a la vez el poder de los “competentes”.

El sufragio universal es un compromiso entre los principios oligárquicos y democrático. Nuestros regímenes oligárquicos todavía tienen necesidad de una justificación igualitaria. Aunque sea mínimo, este reconocimiento del poder de todo hace que, a veces, el sufragio conduzca a las decisiones que van en contra de la lógica de los competentes.

El acto político fundamental es la manifestación del poder de aquellos que no tienen ningún título para ejercer el poder. En los últimos tiempos, el movimiento de los “indignados” y la ocupación de Wall Street han sido, después de la “primavera árabe”, los ejemplos más interesantes.

Estos movimientos han recordado que la democracia es algo vivo, porque ella inventa sus propias formas de expresión y reúne materialmente un pueblo que no está más dividido en opiniones, grupos sociales o corporaciones, sino que es el pueblo de todo el mundo y sin importar quién sea. En esto radica la diferencia entre la gestión —que organiza las relaciones sociales donde cada uno está en su lugar— y la política —que reconfigura la distribución de los lugares.

Esto es por lo que el acto político se acompaña siempre de la ocupación de un espacio al que se le desvía de su función social para hacerlo un lugar político: ayer fue la universidad o la fábrica, hoy en día es la calle o la plaza. Por supuesto, estos movimientos no han renunciado a esta autonomía popular de las formas políticas capaces de durar: las formas de vida, de organización y de pensamiento en ruptura con el orden dominante. Encontrar la confianza en esta capacidad es un trabajo de largo aliento.

Jacques Rancière, La representación es lo contrario a la democracia, bloghemia.com 03/12/2020

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