La il.lusió del jo.
Estamos tan familiarizados y satisfechos con la experiencia de
nuestro yo que preguntarse si realmente ese yo existe parece como si
fuese la pregunta de un retrasado mental. Y sin embargo la neurociencia
moderna se plantea esa cuestión precisamente, a saber que el yo, como ya
decía la filosofía hindú hace más de tres mil años, es maya, palabra del sánscrito que significa engaño, ilusión o lo que no es.
En la filosofía védica se acuñó la palabra Ahamkara, palabra compuesta de Aham, que significa “yo” y kara
que designa todo aquello que ha sido creado. El yo sería una
construcción ilusoria que aísla al sujeto de su entorno haciéndole creer
que tiene una autonomía que no es real.
Como dice la
psicóloga británica Susan Blackmore, la palabra ilusión no significa que
no exista, existe como fruto de la actividad cerebral que al parecer
genera esa ilusión en nuestro propio beneficio.
Cuando nos
levantamos por la mañana nuestro yo se despierta unido a la consciencia.
Vuelven los recuerdos del día anterior y los planes para el futuro. En
una palabra: nos convertimos en esa persona que identificamos con la
palabra “yo”. Todos nosotros tenemos la impresión subjetiva de que
dentro de nosotros se esconde la persona que llamamos “yo” y que recibe
todas las sensaciones, toma todas las decisiones, recapacita, planifica,
aprueba o rechaza. Es como una especie de homúnculo que controla todas
las funciones cerebrales.
Teatro cartesiano
El filósofo
estadounidense Daniel Dennett llamó a este proceso el Teatro Cartesiano,
es decir, una especie de quimera de que en alguna parte del cerebro
existe un lugar donde todos los sucesos mentales convergen y son
experimentados.
En el siglo XVIII, el filósofo escocés
David Hume ya dijo que no había ninguna prueba de que ese lugar
existiese. Además se ha argumentado que la existencia de un homúnculo
requeriría otro homúnculo dentro del primero y así sucesivamente.
David Hume decía: “Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo (myself)
siempre tropiezo con alguna percepción particular de calor o frío, luz o
sombra, amor u odio, dolor o placer. En ningún momento puedo nunca
cogerme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar nada
excepto la percepción. Cuando desaparecen mis percepciones por algún
tiempo, como cuando estoy profundamente dormido, durante tal tiempo
estoy insensible a mí mismo y puede en verdad decirse que no existo”.
Como vemos, para Hume el yo no es más que un haz de percepciones.
Veinticuatro siglos antes Gauthama Buda había llegado a la misma
conclusión.
La hipótesis del alma
Naturalmente existe la hipótesis de un ente inmaterial, al que se le
ha llamado alma, que controlaría todas las funciones cerebrales. El
problema es que con ella no resolvemos nada.
Primero,
porque el dualismo cartesiano siempre tuvo problemas para explicar cómo
un ente inmaterial es capaz de mover la materia cerebral sin tener
energía, lo que violaría las leyes de la termodinámica. En segundo
lugar, porque la hipótesis del alma nos da una explicación, pero
invalida cualquier investigación ulterior ya que la creencia en ella
hace superfluo cualquier esfuerzo por conocer cuáles son las razones y
los mecanismos de lo que hemos llamado la ilusión del yo.
Además, la hipótesis del alma no es una hipótesis científica porque no
es ni confirmable ni falsable, siguiendo los criterios del filósofo
austriaco Karl Popper.
No tenemos ninguna prueba de la
existencia de algo permanente en nosotros mismos. Todo lo que nos rodea y
todo lo que somos, biológicamente hablando, es efímero y perecedero.
Si el yo es la suma de nuestros pensamientos y acciones, entonces ese
yo es fruto de la actividad cerebral. Lesiones cerebrales graves pueden
producir un cambio de personalidad, y el mismo efecto puede tener lugar
con la ingesta de drogas.
A pesar de que el yo sea un
producto cerebral, no existe ningún lugar en el cerebro en el que pueda
localizarse. Muy probablemente, nuestro cerebro crea la experiencia del
yo a partir de una multitud de experiencias, tanto las que llegan a
través de nuestros sentidos como las que hemos almacenado en nuestra
memoria.
Sabemos que el cerebro construye un modelo del
mundo exterior y que teje las experiencias para formar una historia
coherente que le permita interpretar y predecir futuras acciones.
Generamos una simulación del mundo exterior para anticipar lo que
vamos a hacer en él en el futuro y, de esa manera, asegurar la
supervivencia. Esa sería la razón por la que preferimos
un modelo de la realidad antes que la realidad misma.
Desconectados de la realidad
No tenemos una conexión directa con la realidad, como ya dijo el
filósofo alemán Immanuel Kant. Kant afirmaba que incluso antes de que
haya un pensamiento, antes de que podamos conocer algo sobre el mundo o
sobre nosotros mismos, tiene que haber un yo unificado como sujeto de la
experiencia. Colocó ese yo unificado y primordial en el centro de su
propia filosofía y argumentaba que ese yo interno creaba coherencia y
prestaba ayuda a nuestra experiencia y nuestra percepción.
Hoy sabemos que todo lo que experimentamos se procesa en patrones de
actividad neural que conforman nuestra vida mental. Y no tenemos ninguna
conexión directa con la realidad exterior. Vivimos, pues, en una
realidad virtual.
La filosofía hindú también considera la realidad exterior como maya,
ilusión. Ya en el pasado se conocía que las llamadas cualidades
secundarias dependían del sujeto que las experimentaba, como afirmaba
Descartes. Y el filósofo napolitano Giambattista Vico lo expresa
claramente en su libro La antiquísima sabiduría de los italianos de
la manera siguiente: “si los sentidos son facultades, viendo hacemos
los colores de las cosas, degustándolas sus sabores, oyéndolas sus
sonidos, y tocándolas, hacemos lo frío y lo caliente”.
El
filósofo empirista irlandés, el obispo George Berkeley, decía que sólo
conocemos lo que percibimos, de manera que sus contemporáneos
discutieron si cuando caía un árbol en el bosque y nadie estuviera
presente para escucharlo haría algún ruido.
Por lo que hoy
sabemos no habría ningún ruido, ya que el sonido no es ninguna cualidad
de la realidad absoluta, sino sólo de la nuestra. Los colores, los
sonidos, los gustos y los olores no existen ahí afuera, sino que son
atribuciones de nuestra mente.
Ahí afuera no existen más
que radiaciones electromagnéticas de distintas longitudes de onda que
incidiendo sobre nuestros receptores producen potenciales eléctricos,
los potenciales de acción, que son todos iguales provengan del ojo, del
oído, del gusto, del olfato o del tacto.
Es en las
distintas regiones de la corteza donde se atribuyen las cualidades
secundarias. De ahí que la lesión de la región cortical donde se procesa
la visión cromática tenga como resultado que el paciente se vuelva
acromático y no sólo no vea colores, sino que ni siquiera sueñe con
ellos.
En la construcción de ese mundo interior, si falta
alguna información, el cerebro la suple para generar una historia
plausible aunque no sea completamente exacta.
El cerebro crea el yo consciente
De
la misma manera, el cerebro crea el yo consciente, aunque aún no sepamos
cómo, y a partir de la actividad neuronal se pasa a un concepto tan
abstracto como ese.
El yo sería una construcción ilusoria
que aísla al sujeto de su entorno haciéndole creer que tiene una
autonomía que no es real.
Tanto lo que llamamos yo como la
consciencia son construcciones cerebrales que encierran el gran problema
de la neurociencia, a saber, cómo se pasa de la actividad neuronal a
las impresiones subjetivas. Es lo que el filósofo australiano David
Chalmers ha llamado el “problema difícil” de la consciencia. El paso de
lo objetivo a lo subjetivo.
¿Qué sentido tendría esa
ilusión del yo? Se ha argumentado que la razón es simplemente la función
de predecir la conducta de los otros. Si creo que dentro de mí existe
una persona que se comporta como cualquier otra, puedo predecir el
comportamiento de los demás observando esa persona dentro de mí. La
autoconsciencia sería, pues, el invento del yo para saber qué harán los
otros.
El neurólogo indio afincado en Estados Unidos
Vilayanur Ramachandran cree que el yo no es una propiedad holística de
todo el cerebro, sino que surge de la actividad de series de circuitos
que están distribuidos por todo el cerebro e interconectados entre sí.
El pionero de la inteligencia artificial, Marvin Minsky, dice que la
auto-consciencia es un segundo mecanismo paralelo desarrollado para
generar representaciones de otras representaciones más antiguas.
Y el psicólogo inglés, Nicholas Humphrey, supone que nuestra capacidad
de introspección puede haberse desarrollado específicamente para
construir modelos de la mente de otras personas para poder predecir su
conducta.
Esta última afirmación nos llevaría a relacionar
la auto-consciencia con las neuronas espejo, que nos permiten “reflejar”
en el cerebro actos motores, pero también emociones e intenciones de
los demás. En esto también está Ramachandran de acuerdo.
¿Sólo un yo?
Habría que preguntarse si existe sólo un yo. No hace tanto tiempo se buscaba afanosamente la memoria,
asumiendo que era una sola entidad. Hoy sabemos que hay distintos tipos
de memoria con distintas localizaciones en el cerebro.
Lo mismo ha ocurrido con la inteligencia, y hoy se definen varios tipos de inteligencia. Por ello hay que preguntarse si no ocurrirá lo mismo con el yo.
Ramachandran habla, por ejemplo, de diversos yos, o al menos de
distintos aspectos del yo, como por ejemplo el sentido de unidad, la
multitud de sensaciones y creencias, el sentido de la continuidad en el
tiempo, el control de las propias acciones (esto último relacionado con
el tema de la libertad o libre albedrío), el sentido de estar anclado en
el cuerpo, el sentido de la propia valía, dignidad y mortalidad o
inmortalidad.
Cada uno de estos aspectos puede estar
mediado por centros diferentes en distintas partes del cerebro y que,
por conveniencia, los agrupamos a todos en una sola palabra: yo.
Precisamente el aspecto más extraño de todos: el ser consciente de uno
mismo es lo que Ramachandran supone que depende de las neuronas espejo.
Hay casos clínicos que muestran que existen muchas regiones cerebrales
que juegan un papel en la creación y mantenimiento del yo, pero no
existe ningún centro en donde se reúna todo físicamente.
Aparte del lóbulo frontal, donde se descubrieron estas neuronas por vez
primera, existen numerosas neuronas espejo en el lóbulo parietal
inferior, una estructura que ha experimentado una gran expansión en los
grandes simios y en el hombre.
Esta región se dividió en
dos giros: el giro supramarginal que nos permite “reflejar” nuestras
acciones anticipadamente, y el giro angular, que nos permite “reflejar”
nuestro cuerpo, en el hemisferio derecho, y otros aspectos sociales y
lingüísticos del yo en el hemisferio izquierdo.
La
hipótesis de la relación de estas neuronas con la auto-consciencia
supondría que utilizamos las neuronas espejo para mirarnos a nosotros
mismos como si alguien lo estuviera haciendo. Y el mismo mecanismo que
se desarrolló para adoptar el punto de vista de otro se volvió hacia
adentro para mirar el propio yo. De manera que “auto-consciente” sería
ser consciente de otros siendo consciente de mí mismo.
El yo como construcción cerebral
Que el yo unificado puede ser una construcción cerebral lo muestran
los experimentos realizados por Roger Sperry (Nobel 1981) y Michael
Gazzaniga en sujetos con cerebro escindido o dividido.
En
pacientes que sufrían de epilepsia, con un foco en un hemisferio, y para
evitar que se crease un “foco especular” en el otro hemisferio,
cirujanos norteamericanos hace unas décadas seccionaban el cuerpo
calloso e incluso en algunos pacientes también la comisura anterior.
Los experimentos mostraron que al hacerlo los cirujanos partieron
literalmente en dos el yo, ya que aparecieron dos personas distintas con
gustos y aficiones diversas y a veces contradictorias. En estos
pacientes podía ocurrir que una mano abriese un cajón y la otra
intentase cerrarlo.
Preguntado el hemisferio no parlante de
uno de estos sujetos, generalmente el derecho, que qué profesión quería
ejercer en el futuro, respondió, mediante la utilización de letras del
juego Scrabble, que quería ser corredor de fórmula uno, cuando el
hemisferio parlante había siempre afirmado querer ser diseñador gráfico.
Y el neurólogo Ramachandran tuvo un paciente que respondía con el
hemisferio izquierdo creer en Dios y con el hemisferio derecho ser ateo.
La división de las conexiones entre los dos hemisferios
había creado un segundo yo hasta ahora desconocido porque el yo del
hemisferio dominante o parlante se había considerado el único.
Resultados sorprendentes
Uno de los
resultados más sorprendentes de estos experimentos fue la capacidad de
interpretación del hemisferio izquierdo de la conducta iniciada por el
hemisferio derecho.
Si se le enviaba una señal al hemisferio
derecho que decía “andar”, el sujeto se ponía en marcha. Y preguntado el
sujeto verbalmente que por qué lo hacía, el hemisferio izquierdo
parlante respondía que iba a buscar una coca-cola, cualquier otra excusa
o simplemente que tenía ganas de hacerlo.
Este fenómeno es
algo parecido a lo que ocurre cuando se hipnotiza a una persona y se le
ordena, ya hipnotizado, que ande a cuatro gatas por la alfombra. Si en
ese momento el hipnotizador lo despierta y le pregunta qué hace andando a
cuatro gatas, el sujeto puede responder que porque se le había caído
una moneda.
El hemisferio izquierdo, cuando no conoce las
razones de la conducta del organismo, se inventa una historia plausible
para interpretarla. En otras palabras: para ese yo del hemisferio
izquierdo una historia plausible, pero falsa, es mejor que ninguna.
Esta capacidad que llevó a su descubridor Michael Gazzaniga a llamar
al cerebro dominante “el intérprete” se ve aún más claro en el siguiente
experimento.
Si se le proyecta a uno de estos pacientes un
paisaje nevado al hemisferio derecho y la cabeza de una gallina al
hemisferio izquierdo y luego se le pide que elija con cada mano entre
varias imágenes que se les proyecta la que estuviese más relacionada con
lo que habían visto, la mano derecha, controlada por el hemisferio
izquierdo, elegía una gallina, y la mano izquierda, controlada por el
hemisferio derecho, una pala.
Pero si se le preguntaba al
paciente que por qué había elegido con la mano izquierda una pala
respondía que para limpiar la porquería del gallinero.
Engaños cerebrales
Para el yo izquierdo, repito, es mejor tener una historia plausible,
aunque sea falsa, que no tener ninguna. La capacidad de suplir
información que falta por parte del cerebro es lo que constituye los
engaños tanto ópticos como de otro tipo a los que estamos acostumbrados.
Pensemos, por ejemplo, cómo el cerebro cubre la
información que falta en aquella parte de la retina que no tiene
receptores visuales por la salida del nervio óptico, es decir, la mancha
ciega que no se traduce en un escotoma en el campo visual.
Antes hablamos de casos clínicos en los que se produce una fragmentación del yo o la pérdida de uno de sus aspectos.
Uno de estos casos es la asomatognosia, o la falta de reconocimiento
de una parte del cuerpo, que suele ocurrir tras una apoplejía con
extensas lesiones de la corteza cerebral. La asomatognosia es una
fragmentación del yo.
Otro ejemplo es el síndrome de
negligencia hemiespacial, que ocurre por lesiones del lóbulo parietal
derecho, en el que el paciente ignora, o más bien no atiende, a la mitad
izquierda de su campo visual.
Otro síntoma que afecta al
yo personal es la anosognosia, o negación de la enfermedad. Un caso
especial de anosognosia es el síndrome de Anton, o inconsciencia de la
ceguera. Gabriel Anton describió uno de los primeros ejemplos de falta
de consciencia de la ceguera en 1899.
Generalmente, las
tres condiciones: asomatognosia, negligencia hemiespacial y anosognosia
suelen ocurrir juntas por lesiones del hemisferio derecho.
Límites del yo personal
Los límites del yo personal son más dinámicos que rígidos. Hay cosas
ego-cercanas, como el propio cuerpo, la mujer o el marido, los miembros
de la familia. Por otra parte, los objetos que no tienen un significado
especial para nosotros son considerados ego-distantes.
Ejemplos de alteraciones de las relaciones del yo son los fenómenos conocidos como déjà vu y jamais vu,
o sea ya visto y jamás visto, en los que el paciente tiene la impresión
de haber visto ya algo que no ha podido ver antes, o lo contrario, la
impresión de no haber visto nunca algo que sí conoce. Esto está en
relación con el sentido de familiaridad, sentido emocional que depende
del sistema límbico, concretamente de la amígdala.
El
individuo sano tiene una relación integrada y normal con el mundo.
Nuestras relaciones con el mundo y con otras personas están en un
equilibrio delicado y ese equilibrio se mantiene de manera automática e
inconsciente. No somos conscientes de él hasta que no es violentado.
En 1923, el psiquiatra francés Jean-Marie Joseph Capgras describió un
caso, el de Madame M., una mujer de 53 años que se quejaba que
impostores habían sustituido a su marido, a sus hijos e incluso a ella
misma. Su marido había sido asesinado y los impostores lo habían
sustituido por otra persona. A este fenómeno lo llamó “l’illusion de sosies’.
Sosia es en español una persona que se parece tanto a otra que es
confundida con ella. El nombre proviene de la mitología griega en la que
se cuenta la historia de Zeus que se transformó físicamente en la
persona de Anfitrion para seducir a su mujer Alcmena. Temeroso de que la
criada de Alcmena, Sosia, la alertase del engaño, hizo que Hermes se
convirtiese en Sosia. El engaño tuvo éxito y Alcmena dio a luz a dos
mellizos: uno, hijo de Zeus: Hércules; el otro, hijo de Anfitrion:
Iphicles. De ahí que el nombre sosie signifique en francés doble.
El síndrome de Capgras está probablemente generado por la pérdida de
la conexión entre el reconocimiento de caras, localizado en el giro
fusiforme, y el sistema límbico, especialmente la amígdala, que le da
significación emocional a los estímulos sensoriales. El paciente
reconoce las caras, pero no son familiares para él, por lo que supone
que son impostores o dobles.
Cuatro años tras la
publicación del síndrome de Capgras, dos médicos franceses, Courbon y
Fail, publicaron un artículo titulado: “El síndrome de la ilusión de
Frégoli y la esquizofrenia”. Courbon y Fail le dieron este nombre por
Leopoldo Frégoli, famoso actor italiano en Francia por su extraordinaria
capacidad de imitación. Estos pacientes encontraban a personas a su
alrededor conocidas, aunque nunca las habían visto antes, es decir, lo
contrario que los pacientes con síndrome de Capgras. El síndrome de
Frégoli puede interpretarse como una super-relación con otras personas y
en ese sentido se parece al fenómeno del déjà vu.
Un yo maleable
Los límites del yo
son maleables, no son rígidos. Al yo se le ha comparado con una ameba
que cambia su forma y sus márgenes. Un ejemplo de ello es lo que ocurre
con los experimentos que utilizan una mano de goma. Si se oculta la mano
izquierda de un sujeto y se acarician simultáneamente la mano izquierda
y la mano de goma con un punzón o pincel, al cabo de unos minutos el
sujeto siente que la mano de goma forma parte de su cuerpo. La fusión de
la información táctil y visual en el cerebro crea esa ilusión.
Las memorias de todas las experiencias de la vida son muy importantes
para la creación y mantenimiento del yo. Nuestra identidad es la suma
de nuestros recuerdos, pero esos recuerdos se modifican por el contexto
en el que se producen y, a veces, simplemente son confabulaciones. Con
otras palabras: no podemos fiarnos completamente de ellos, de manera que
el propio yo queda en entredicho. Por otra parte, sin un sentido del yo
los recuerdos no tienen ningún sentido y, sin embargo, ese yo es un
producto de nuestros recuerdos.
Dos tipos de yo
Personalmente pienso que existen al menos dos tipos de yo o de
consciencia: una a la que llamo “consciencia egoica”, que es la
consciencia normal que solemos tener en la vigilia, aunque haya también
diversos niveles, y que se caracteriza por un pensamiento dualista
característico de nuestra capacidad lógico-analítica. Y una segunda
consciencia que llamo “consciencia límbica” que es la que nos permite
acceder a una especie de “segunda realidad”, que es a la que llega el
chamán, o el místico, mediante ciertas técnicas y que genera la
sensación de trascendencia.
La llamo consciencia límbica
porque se debe a la hiperactividad de determinadas estructuras límbicas
que se encuentran en la profundidad del lóbulo temporal. Su estimulación
eléctrica o magnética es capaz de producir experiencias llamadas
espirituales, religiosas, numinosas o de trascendencia. Ambas
consciencias son antagónicas y una condición para que se produzca esta
última es la anulación de la consciencia egoica, algo que conoce hace
siglos la filosofía oriental.
Es de suponer que la
consciencia egoica es dependiente de estructuras cerebrales
filogenéticamnete más modernas, como la corteza prefrontal y la corteza
cingulada anterior, mientras que la consciencia límbica supone la
dependencia de estructuras más antiguas pertenecientes al cerebro
emocional o sistema límbico.
En resumen: el yo, como
construcción cerebral, no tiene una localización exacta en el cerebro y
es posible que existan distintos tipos de yo o de consciencia. Sus
límites no son fijos y tanto ciertos experimentos como la patología nos
muestra su fragilidad. Llama la atención el hecho de que atribuyamos al
yo la mayoría de la actividad cerebral, cuando en realidad el yo
racional es una instancia tardía en comparación con el inconsciente que
gobierna la inmensa mayoría de nuestra actividad cerebral al servicio de
la supervivencia.
Falta conocer por qué es generado ese yo unificado por el cerebro, y cuál es su función.
Francisco J. Rubia, El yo es una ilusión que vive en una realidad virtual, Tendencias 21, 13/05/2013
Francisco
J. Rubia Vila es Catedrático de la Facultad de Medicina de la
Universidad Complutense de Madrid, y también lo fue de la Universidad
Ludwig Maximillian de Munich, así como Consejero Científico de dicha
Universidad. Texto de la conferencia pronunciada por el
autor en la Real Academia Nacional de Medicina (Madrid) el 7 de mayo de
2013. La conferencia puede seguirse también en video y se publicó originalmente en el Blog Neurociencias que el autor edita en Tendencias21.
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Bibliografía
Dennett, D. Consciousness explained.Little Brown and Co.Boston, 1991
Feinberg, T. E. Altered Egos. How the Brain Creates the Self. Oxford University Press. Oxford, 2001
Hood, B. The Self Illusion: Why There es no “You” Inside Your Head. Constable & Robinson Ltd. London, 2012
Metzinger, T. The Science of the Mind and the Myth of the Self. Basic Books. New York, 2009
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