Les bases neurològiques de la teoria de la tabula rasa.





De entre todas las corrientes científicas de toda la historia, una de las más ingenuas y arrogantes ha sido el conductismo. John B. Watson, padre de la criatura, defendía egregiamente la teoría de la tabula rasa. Pensaba que los seres humanos nacíamos como una hoja en blanco en la que, mediante el aprendizaje, se podría escribir cualquier cosa. La mente era capaz de aprender lo que fuera, sin casi ninguna importancia a cualquier tipo de condicionamiento innato o genético. La base neuronal de semejante idea corría a cargo del psicólogo Karl Lashley, colega de Watson en la Universidad Johns Hopkins. Provocando lesiones controladas en determinadas zonas del cerebro de ratas de laboratorio, Lashley comprobó que la localización de la lesión no tenía importancia, mientras que la cantidad de tejido dañado o extirpado sí. Cuánto más tejido dañabas, más se modificaba la conducta posterior de la rata. Por el contrario, no observó nada en la conducta que dependiera de la zona dañada. En coherencia con estos experimentos postuló dos principios:

1. Acción de masa: la acción del cerebro en su conjunto determina su rendimiento. Si te van extirpando trocitos de tu cerebro te irás quedando más tonto, pero da igual de dónde te los extirpen. El cerebro funciona como un todo. 

2. Equipotencialidad: cualquier parte del cerebro puede realizar la tarea de otra, por lo que en el cerebro no hay ningún tipo de especificidad funcional. 

El segundo principio ha vuelto a estar muy de moda cuando hablamos de la plasticidad cerebral. Tenemos los sorprendentes casos de las hemisferectomías: personas a las que, literalmente, se les ha extirpado la totalidad de un hemisferio cerebral (la mitad del cerebro) y que pueden llevar una vida relativamente normal. Parece que unas partes del cerebro pueden suplir, sin demasiados problemas, las funciones de otras partes. ¿Es esto realmente así? Rotundamente no.

Siguiendo los experimentos de Lashley, otro famoso neurólogo austríaco, Paul Weiss injertó extremidades adicionales a tritones, comprobando que las nuevas patas terminaban por coordinarse bastante bien con sus extremidades adyacentes, sencillamente, después de un tiempo de entrenamiento. El cerebro parecía adaptarse perfectamente a cualquier cambio, y las redes neuronales se reconectaban en virtud de la nueva función que tenían que adquirir. Weiss acuñó la frase "la función precede a la forma", resumiendo que según la función a cumplir, así se reorganizarán las conexiones neuronales. 

Además, esto se reforzaba con un dogma muy extendido dentro de las neurociencias: pensar que todas las neuronas son básicamente iguales. Las comparaciones entre células de diferentes especies animales iban en esa dirección: las células de los mamíferos son todas eucariotas con, básicamente, los mismos elementos: su núcleo con su ADN, sus mitocondrias y demás orgánulos celulares. ¿Por qué las células del cerebro iban a ser diferentes entre, por ejemplo, los primates y los humanos? Durante mucho tiempo, las diferencias conductuales entre especies se justificaban simplemente apelando al tamaño de su cerebro, aspecto que se comprobaba observando la evolución del tamaño cerebral desde los primeros homínidos hasta el homo sapiens. Si tenemos al australophitecus afarensis con un capacidad craneal de unos 400 cm. cúbicos, nuestras superiores capacidades cognitivas se explican a partir de que nuestro cerebro es mucho más grande (unos 1.250 cm. cúbicos). Desde los primeros homínidos, el tamaño del cerebro se ha triplicado. 

Santiago Sánchez-Migallón, El mito neuronal de la tabula rasa, La nueva Ilustración Evolucionista, 27/12/2014

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