Com sortir de la teranyina que nosaltres mateixos teixim.
Sabemos que vivimos en un mundo en red, pero quizás no somos lo bastante conscientes de su capacidad creciente para ser también telarañas en la medida en que hay quien puede instrumentalizarlas. Nos cosemos a ellas mientras las tejemos con nuestra vida digital. El peligro es que podemos quedar cognitivamente atrapados en la red que nosotros mismos vamos creando.
Jaron Lanier, influyente filósofo neoyorquino de las ciencias computacionales, no es apocalíptico. Desde el arranque nos dice que el problema no son las redes en ellas mismas. El problema es un modelo de negocio, muy rentable, que ofrece a sus clientes una mercancía cada vez más perfeccionada y que opera en un territorio sin regulación: una capacidad científica, a partir de la estadística, que consigue modificar el comportamiento de otras personas para obtener lo que estos clientes quieren. Planteado así no sería muy distinto de lo que tradicionalmente ha pretendido la propaganda. La diferencia cualitativa es la precisión con la que el negocio del algoritmo actúa. No seduce sino que individualiza el mensaje a través de la sistematización de la información que sobre nosotros –tú, yo– hemos volcado en nuestras redes. Y así, intensificando los input que recibimos determinados por nuestras preferencias, se encorseta nuestra subjetividad y se empequeñece nuestra capacidad de comprensión de la realidad.
Y parece que la modificación del comportamiento, según Lanier, lleva aparejada una dinámica convivencial tóxica. “El sistema que estoy describiendo amplifica las emociones negativas más que las positivas, por lo que es más eficiente a la hora de perjudicar la sociedad que a la de mejorarla: los clientes más indeseables son los que más rendimiento le sacan a su dinero”. Invirtiendo 175 millones de dólares el Comité Nacional Republicano obtuvo información surgida del análisis de datos que puso al servicio de la campaña de Trump, explica Woodward en el eléctrico Miedo. Fue una información clave porque permitió perfilar con precisión cómo y a qué posible votante se debían dirigir para ganar los estados clave. Funcionó.
El sábado pasado Rodrigo Terrassa explicaba en El Mundo que los seguidores de Bolsonaro habían coreado el nombre de una marca durante la ceremonia de toma de posesión: WhatsApp. No habían cobrado para hacer propaganda. Lo gritaban porque durante la campaña muchos se habían informado a través de esta aplicación de mensajería instantánea –que tantas características comparte con las redes sociales digitales–. De teléfono en teléfono, creando identidad y polarizando, hacían rebotar mensajes que casi siempre decantan la política al campo minado de las batallas culturales maniqueas o a la creación del pánico y obvian las complejas y para nada emocionantes políticas públicas. Importa poco que la mayoría de estos mensajes fueran falsos. La modificación del comportamiento electoral se había obtenido, a menudo premiando los medios que viven de los clickbaits (el aumento de las métricas y recaudación gracias a titulares sensacionalistas). La posibilidad de falsear las fake news, hoy función democrática del periodismo, aún tiene una repercusión demasiado limitada: este votante no sólo no se informa a través de los medios clásicos sino que además está convencido que la información de aquellos medios –condicionados por la crisis cronificada del sector– les va a la contra.
Este individuo es el sujeto del cambio populista. Dopado con odio, miedo y codicia, sabotea airado la democracia liberal con su voto. Cree que el ataque contra el sistema es un acto de libertad radical, y radical lo es, pero no puede concebir que no es libre precisamente porque ha quedado atrapado en la telaraña creada a partir de su propia red. No puede porque es un sujeto a quien, según ensayaba Yuval Noah Harari el domingo en El País en un artículo que hay que leer, la libertad le ha sido hackeada por un modelo de negocio que penetra en su conciencia. ¿Cómo rasgar la telaraña? Quizás no hace falta borrarse de las redes, pero sí dejarse inquietar tensando los límites de las seguridades propias. Esta, más que cualquier otra, es la función del saber. Sapere aude.
Jordi Amat, El sujeto del cambio, La Vanguardia 13/01/2019
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