L'independentisme català, exemple de 'credo secular'.


Uno de los argumentos más repetidos últimamente en Cataluña para explicar el auge del independentismo consiste en la idea de que los independentistas han sabido construir un relato ilusionante sobre las bondades de la secesión, mientras que los constitucionalistas hemos sido incapaces de elaborar un relato sugestivo en pro de la unidad de España. Sorprende la naturalidad con que algunos, implícitamente, reconocen satisfechos que la secesión se basa en un relato inventado, una fábula, un cuento para no dormir basado en una espuria reconstrucción del pasado, una obscena interpretación del presente y una utópica proyección del futuro posterior al inminente advenimiento de la independencia, cuando por fin los catalanes volveremos a ser libres después de trescientos años de opresión española.

Pasado, presente y futuro configuran en el imaginario nacionalista un relato coherente basado en la persecución sistemática del pueblo catalán por el Estado español —curiosa persecución que, en la práctica, ha desembocado en una eclosión independentista radicada en la región más rica y avanzada de España, ¡dichoso hostigamiento!—. La persecución se extiende, al menos, desde 1714 hasta nuestros días, en un continuo que va desde Felipe V hasta Felipe VI y de Rafael Casanova a Artur Mas. Todo cuadra, la narración histórica es redonda. Nada falta ni sobra.

La historia que narran los nacionalistas es teleológica, es decir, tiene un propósito que subyace en todo momento y que no es otro que la independencia de Cataluña. Así, los catalanes invariablemente han aspirado a librarse del resto de España, siempre han sido independentistas —diga lo que diga la historiografía más solvente, Rafael Casanova, Antoni de Capmany, el general Prim o Francesc Pi i Margall eran independentistas a carta cabal—, por lo que los catalanes de hoy no tenemos más remedio que actuar de acuerdo con el guion escrito, desempeñando cada cual su papel en esta tragicomedia. Los que siempre han vivido conforme al relato dominante no tienen más que seguir haciéndolo a su sabor, mientras que los que ni siquiera hemos leído el libreto subyacente sólo tenemos que aceptar a tientas nuestro papel de comparsa y plegarnos a esa etérea voluntad del pueblo que blandía el presidente Mas en las elecciones del 2012.

El independentismo es un ejemplo paradigmático de lo que el pensador británico John Gray denomina “religiones políticas” contemporáneas, basadas en “mitos laicos” que “reproducen la forma narrativa del género apocalíptico cristiano” y que no son más que “modos de aceptar aquello que es imposible saber”. Así, en la medida en que renuncia a un conocimiento mínimamente ecuánime de la realidad, el independentismo sólo puede ser un acto de fe en una comunidad imaginada como blanco de una conspiración planetaria, cuyo objetivo es acabar con dicha comunidad. “Lo único que nos podría y nos podrá salvar —del intento de España de residualizar(sic) a los catalanes— sería y será el pensamiento y la actitud independentistas”, decía en marzo del 2012 uno de los padres de la criatura, Jordi Pujol. Y esa es precisamente la base apocalíptica del relato independentista que su sucesor, Artur Mas, propala a los cuatro vientos, como en su último mensaje de fin de año: “El Estado nos quiere divididos porque sabe que así somos más vulnerables”.

Señala Gray que “los espejismos colectivos de persecución sirven para fortalecer una frágil sensación de acción propia”, observación que me parece aplicable al caso que nos ocupa, pues la acción de Gobierno de la Generalitat en estos últimos dos años ha estado marcada por el victimismo y el ensimismamiento. Pero lo cierto es que esa pretendida autoafirmación reactiva conlleva necesariamente el alejamiento entre los catalanes que creen experimentarla y los que no vivimos nuestra catalanidad conforme a ese relato divisivo que, desgraciadamente, preside la vida pública como una suerte de fe revelada.

De ahí la importancia de seguir poniendo en cuestión los dogmas de ese “credo secular” que es el independentismo, aun a riesgo de pasar a engrosar la ya de por sí abundante demonología del nacionalismo, lo cual, bien mirado, no dejaría de ser un honor comoquiera que esta incluye en una sola lista negra a pensadores foráneos de la talla de John H. Elliott, Henry Kamen o Jürgen Habermas, que se unen a demonios patrios como Félix de Azúa, Fernando Savater, Mario Vargas Llosa o cualquiera que cuestione el relato. Gray concluye que esos credos seculares “son más irracionales que ninguna fe tradicional, aunque sólo sea porque se esfuerzan mucho más por dar muestras de racionalidad”.

La historia no está escrita, sino que somos nosotros como individuos, y no como meros espectadores de un relato sumamente reduccionista que todo lo explica, los responsables de ella. España —Cataluña incluida— es como es: esencialmente imperfecta, con sus grandezas y sus miserias. Por supuesto que es perfectible, pero sólo desde el realismo reformista y no a partir de relatos basados en sueños de liberación colectiva que hablan de países nuevos, que por alguna impenetrable razón nada tendrán que ver con los viejos, sueños que, al despertar, sólo pueden generar frustración.

Nacho Martín Blanco, ¿Relatos? No, gracias, El País, 16/01/2015

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