La família avui.


Es difícil, por no decir imposible, encontrar una institución más mostrenca, opresiva y anacrónica que la familia actual. La misma veneración sagrada con la que sus defensores la tratan, da idea de la que se nos viene encima. En medio de una sociedad laica, construida siglo a siglo, en busca de la libertad, la familia sigue entronizada como una piedra bendita a la que se atribuye, tanto en los fascismos como en cualquier régimen autoritario, la categoría de célula de la sociedad. Una sociedad compuesta acaso por células familiares o células madre que operan como recias sucursales del orden, las obligaciones jerárquicas, el vínculo de sangre y cosas así.

Estar en familia resguarda, no cabe duda. Estar en la familia encarcela, no hay la menor vacilación. Una familia en sentido amplio, una fratría o un campamento de amigos serían una familia sana y actual pero la otra familia, la estricta familia, lleva en su seno un paralizante riego sanguíneo que impone, por ese conducto venoso (venenoso) respetos, órdenes y subordinaciones que en nada tienen que ver con el proyecto de ser individuos enteros. Seres íntegros para lo que sea y no seres demediados, dirigidos y humillados por la institución.

No es amor lo que construye una familia en la mayoría de los casos sino, sencillamente, cemento hormonal, herencia burguesa. No es, de ninguna manera, afinidad electiva lo que produce ese artefacto, bendecido por los Papas, una y otra vez.

El Papa bendice a la familia porque si antes obtenía su cénit rezando juntas y emitiendo una felicidad de purpurina dominical, ahora acoge a los parados, da socorro a los divorciados, ayuda a la hipoteca del que empieza a trabajar y, encima, los resigna económicamente a todos. Con estos elementos funcionales, monetarizados y beatos, la familia hace las veces de un banco natural sin intereses, sin comisiones, todo en nombre de la parentela.

¿Un querido y hasta divertido familiar? Esto ya importa menos porque la familia pertenece a la prehistoria del amor cortés y seriamente se cimentaba en intereses ajenos a la voluntad personal. No había que quererse para casarse ni para tener hijos, no había que reunirse por ganas de disfrutar una conversación. Sencillamente, la familia operaba como una máquina cuya característica fundamental, determinante y eficiente, era crear lazos que además de ensartar a los sujetos bajo un patriarcado, convertía esa autoridad, a la manera divina, en indiscutible trueno de Dios.

Este constructo que tanto hizo por articular espacios rurales y guanxis internacionales permanece ahora tanto como un estafermo para el amor como, todavía, un posible ingenio para el negocio.

Siempre, en las épocas de cambio como la actual, aparecen flotando conceptos e instituciones arrastrados por el naufragio del pasado, pecios inútiles o zombis de a actualidad. En esta institución bendita los yernos no aman a las suegras, o más bien las odian; los padres no entienden a los hijos, más bien los soportan; los hijos no saben como emanciparse de los padres y, en el intervalo, los explotan; los hermanos se ignoran o envidian entre sí y las parejas de los hermanos, salvo excepciones, ni se hablan. ¿El padre? ¿La madre? El padre, antes cabeza de familia, ha perdido su gloriosa potestad mientras la madre, paño de lágrimas de otros tiempos, apenas tiene un fin de semana libre para enjugar las penas. Y todo ello, en el caso de que unos y otros se encuentren lo bastante cerca como para reconocerse y saber quiénes son.

Los padres se declaran tan impotentes para comprender los intereses de los hijos como los hijos se reconocen a una distancia sideral del pensamiento paterno. Y no sólo porque haya llegado el diablo de Internet sino porque internamente, en el interior de la familia, no queda casi nada que comunicar. Los chicos tienen sus pandillas y los padres las cenas de matrimonios más sus amantes.

Los primeros rechazan pasar las vacaciones con los padres, las Navidades o el Fin de Año. Pero encima tampoco los respetan o necesitan espiritualmente. Definitivamente, los hijos no ven el momento de emanciparse y ese momento, ahora difícil, ayuda poco a que la relación sea cordial. Los padres desean proteger a los hijos y los hijos, muy pronto sienten como una insoportable humillación depender de los padres. No significa esto que no se quieran. O no se quieran a su manera. Prácticamente todo el mundo se quiere porque siempre es más grato amarse que aborrecerse. No significa pues que la familia cree un odio adicional. Crea el odio o el malquistamiento propio de vivir encerrados en un mismo piso personas que no han elegido al compañero y, encima, un señor o señora mayor pretende dar consejos y tener una razón superior.

Si el autoritarismo se soporta muy mal, todavía más aquel que se entromete en tu intimidad. Los chicos forman agrupaciones, se sienten apegados a las bandas o tribus urbanas, se hacen colegas de otros que no viven en los metros cuadrados inmediatos a su habitación. La fratría regresa sustituyendo a la jerarquía. Gracias a Dios. Dios mismo, sin ir más lejos, solo es una figura simpática cuando no es ni Padre ni Amo sino tan sólo un educado amigo más.

Vicente Verdú, Contra la familia, El País, 30/07/2011

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