Els enemics de l'Estat de benestar.






El malestar que se trata en Estudios del malestar, aunque sea tan viejo como la pobreza o la avaricia, ha adquirido en nuestros días un rostro peculiar. Sin duda, tiene mucho que ver con la política, pero más que malestar político es un malestar en o con la política; lo curioso es que este malestar se ha convertido en una herramienta para alcanzar el poder político y, desde él, alimentar y excitar el enfrentamiento en lugar de reducir el descontento. La idea de superar la política –es decir, la democracia parlamentaria– y abrazar una comunidad más pura y auténtica es antigua, pero en nuestros días se manifiesta como un malestar contra el bienestar del llamado «Estado del bienestar», que es posiblemente el logro político más relevante del siglo XX. Esto genera una inquietud que atraviesa a las familias, las escuelas, las empresas, las universidades y las amistades, y que ha cristalizado en una serie de «políticas del malestar» que van sustituyendo a las viejas políticas del bienestar (es decir, de igualdad y de libertad).

No sé si es porque predomina en nuestra cultura el prestigio de la virilidad, pero el caso es que el miedo tiene muy mala prensa. Dicho de otra manera, el miedo tiende a ocultarse, justamente por miedo a ser tildado de cobarde. Por esta razón, por ejemplo, es bastante corriente escuchar cómo se reprocha a Hobbes el haber fundado la sociedad moderna sobre el miedo, pero como decía Konrad Lonrenz, desde que el homo sapiens sapiens consiguió neutralizar la amenaza y la competencia de los grandes mamíferos, el mayor peligro para él procede, sin duda, de sus semejantes. El contrato social es lo único que civiliza ese peligro y sienta las bases de la distinción entre el ámbito público y el privado, así como del ejercicio de las libertades civiles individuales. A principios del siglo pasado, cuando se extendió la idea de que este modelo político había caducado, el romanticismo político renacido promovió una mística del peligro (véase, por ejemplo, El instante peligroso, de Ernst Jünger) y del «valor» que exaltaba la guerra y, por tanto, el retorno al estado de naturaleza, algo solo apto para valientes. Pero incluso cuando el marxismo sustituyó el modelo de igualdad y libertad de los derechos civiles por el del antagonismo entre identidades (de clase), apuntaba a una victoria final del proletariado sobre la burguesía que, aunque fuese utópica, tenía como horizonte la superación de todas las desigualdades y la instauración del «reino de la libertad» en el paraíso comunista, en el que tal antagonismo habría desaparecido y ya no habría ni burgueses ni proletarios, sino individuos iguales y libres. Ese horizonte, que aún estaba presente en la Escuela de Frankfurt, ha desaparecido enteramente de los programas revolucionarios del siglo XXI: ya no hay apelación alguna a una «sociedad liberada» o a un «después de la revolución», sin duda porque lo ocurrido después de todas las revoluciones comunistas ha sido desastroso. No se espera ya aquel Zusammenbruch –el derrumbe total del capitalismo– con el que soñaban los marxistas vulgares ni están dispuestos a correr el riesgo histórico de «pasar página» con respecto al Estado de derecho o a la democracia representativa, en la que la profesión de revolucionario es menos peligrosa y está mejor pagada que en ningún otro régimen político. No aspiran a superar el marco del poder y sus mecanismos o a sustituirlos por otros que sí sean verdaderamente representativos; no vislumbran nada más allá del poder ni, por tanto, una victoria final o un cambio de modelo, sino más bien el aprovechamiento y la okupación de los dispositivos representativos y los nichos discursivos existentes para erosionarlos desde dentro en una guerra de guerrillas cultural sin fin. Estos valientes son los que, al menos a mí, me dan muchísimo miedo.

David Lorenzo Cardiel, entrevista a José Luis Pardo: "Ahora los enemigos de la libertad de pensamiento se llaman a sí mismos progresistas", ethic.es 16/09/2022

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