Pensar sobre el que tenin en comú.

Hay un tipo de gente que habla de sí misma porque constituye su tema favorito y otro tipo de gente que, cuando lo hace, se debe a que, como decía aquel, es el ejemplo que tiene más a mano. El primer grupo no ofrece mucho interés: el grueso de sus miembros está formado por sujetos (y sujetas) encantados de haberse conocido y, en idéntica medida, escasamente atractivos para nadie excepto para ellos mismos. Del segundo grupo probablemente quepa afirmar que no andan muy equivocados en su elección, puramente metodológico-instrumental en el fondo.


Casi con completa seguridad todos y cada uno de nosotros somos representativos de un sinfín de cosas. Porque todos somos síntoma, indicio o efecto de la realidad en la que vivimos en mucha mayor medida de lo que esta sociedad de nuestros pesares nos induce a pensar. En efecto, desde muy variados frentes se nos incita (se nos intenta persuadir, en realidad) para que cedamos a la tentación de creernos diferentes, únicos, excepcionales. De hecho, desde hace mucho tiempo parece que vivimos instalados en una colosal fiesta de la diferencia, en la que todos, con perfecta homogeneidad (y, por tanto, indiferencia), no hacemos otra cosa que reivindicar nuestra irrepetible especificidad como individuos, grupo, pueblo o lo que corresponda en cada momento y circunstancia. 

Sí, claro, algo tenemos cada uno de nosotros que hace que nuestros allegados nos reconozcan en medio de la multitud: una manera de andar, un gesto característico al acomodar la solapa de nuestras prendas de abrigo, una forma de sonreír a las personas amadas o una forma de fingir amabilidad con las que detestamos. También podemos ser reconocibles en otros planos por determinadas manías: en nuestros escritos por una forma de puntuar o por un uso deficiente del subjuntivo en vez del condicional, en nuestras intervenciones orales por una indisimulable querencia por el periodo largo o por una argumentación trufada de adversativas, y así hasta casi el infinito. Detalles menores, a poco que se piense, que en modo alguno alcanzan a poner en cuestión nuestras afirmaciones iniciales. 

Posiblemente por eso, porque no somos tan excelentes ni tan diferentes, sino más mediocres de lo que querríamos y, desde luego, bastante parecidos entre nosotros, es por lo que nos necesitamos tanto, por lo que, exceptuando los pobres soberbios (que bastante tienen con lo que tienen), el resto de los mortales nos pasamos la vida buscando en los demás aquello de lo que carecemos en todos los planos. En nuestros iguales encontramos el refuerzo para nuestra débil identidad (sobre todo en cuanto empezamos a tomar conciencia de la magnitud de su debilidad), al tiempo que el estímulo para la construcción de una diferencia tan propia y veraz como modesta, en vez de la vacua y ficticia que pretenden endosarnos por doquier, en vez del adolescente y bobo eres tan especial… que sólo persigue dejarnos a todos encantados con las cadenas de nuestra perfecta y seriada repetibilidad. 

Somos espejos los unos para los otros. Espejos levemente deformados, y ésa es su genuina especificidad (virtuosa o endemoniada, según se mire —… uno en el espejo, claro—). Hay espejos que estilizan nuestra figura, convirtiéndonos en más apuestos y delgados, mientras que otros pueden llegar a devolvernos una imagen absolutamente monstruosa. No otra cosa muy distinta nos ha señalado Judith Butler en alguna ocasión: los otros nos hacen, sí, pero también nos deshacen. Nos crean y nos destruyen. Nos proporcionan la mayor felicidad pero también la mayor tristeza y pesadumbre. 

Pero se trata de abordar el asunto de la amistad y la filosofía, lo que puede tomarse, por supuesto, en el sentido de que consideremos lo que la filosofía ha dicho acerca de la amistad (...), pero también en el sentido, tal vez algo más intrépido, de preguntarnos si cabe hablar de la amistad filosófica o de la amistad entre filósofos en tanto que filósofos (al margen de que pueda existir la amistad puramente personal). Porque ¿acaso es trasladable, de manera mecánica, lo que predicamos de la amistad en sentido amplio a la presunta amistad filosófica? No estoy seguro de que sea obvio. Uno puede sostener, pongamos por caso, que resulta casi impensable una vida en la que no se tengan amigos, que todos en ese sentido necesitamos de la amistad, de la compañía afectuosa de los otros. Pero, ¿no resulta una figura perfectamente imaginable la del filósofo solitario, siempre en sus cosas y solo con ellas? Imaginable lo resulta, desde luego, pero probablemente nos equivocaríamos si de ahí extrajéramos la conclusión de que el filósofo puede prescindir de la compañía de los amigos. En realidad, nunca deja de tenerla, incluso en los momentos de mayor aislamiento. Solo que en dichos momentos los amigos son, por así decirlo, amigos secretos. 

Porque el pensar es, de forma tan necesaria como aparentemente contradictoria, una actividad solitaria y compartida al mismo tiempo. María Zambrano decía aquello de que pensar es una característica manera de estar solo. La escritura muestra esta indisoluble doble dimensión de manera paradigmática. Pocas actividades hay más solitarias que la escritura, de la misma forma que no hay cosa más absurda que un texto no leído por nadie (tan absurdo como un gran avance del conocimiento del que nadie, excepto su descubridor, tuviera noticia). Si tuviera que formularlo apresuradamente, afirmaría que la amistad filosófica se produce con aquellos con quienes compartimos el pensamiento, la palabra. No es una gracia, un don, sino una profunda necesidad. No de los individuos que piensan, sino, si se me permite hablar así, del pensar mismo. 

El pensar nunca es de uno solo, sino de muchos, y el mejor pensar es el que consigue ser de todos (acaso sea ése el auténtico nombre de lo que nos empeñamos en denominar de forma abstrusa, en nuestra jerga especializada, universalidad). Tal condición colectiva habla a través de nosotros, se deja escuchar a través de nuestras necesidades. Y necesitamos el diálogo, necesitamos aprender y necesitamos compartir, esto es, hacerles saber a los demás aquello de lo que hemos tenido la primera noticia, y hacérselo saber es, de alguna manera, disfrutar juntos de lo que, en el fondo, siempre fue de todos, de lo que nunca dejó de ser de todos. Lo más importante, quizá, de lo que tenemos en común y de lo que apenas nadie habla. 

Manuel Cruz, Filosofia y anistad, Babelia. El País, 24/08/2013

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