Història del sentit.

Hoy todo el mundo quiere dar un sentido a su vida, pero eso del sentido es una preocupación relativamente reciente. En nuestra Antigüedad clásico-medieval a nadie se le ocurrió buscar tal cosa —no hay palabra griega o romana que traduzca con propiedad este concepto moderno—, pero no porque no existiera, sino porque el sentido de la vida era entonces demasiado evidente como para que alguien se planteara siquiera interrogar por él. Así fue mientras estuvo vigente una determinada imagen del mundo: la del mundo como cosmos. La cosmovisión descansa en dos presupuestos: primero, que la realidad es un todo ordenado (lo cual es mucho decir), y segundo, que el orden que lo estructura asume la forma de una jerarquía vertical en progresión ascendente (y esto mucho más), de manera que lo sensible de la tierra —lo que vemos y palpamos— vale sólo como participación de los superiores arquetipos ideales, en los cuales, aun siendo invisibles, reside todo ser. Este ordo preestablecido asigna funciones precisas a los entes de la pirámide ontológica, desde los minerales en la base hasta Dios en el ápice, y por supuesto, en el centro, a los hombres, a quienes además divide en estamentos, profesiones y oficios conforme a un paradigma eterno. El orbe siempre ha sido perfecto, exacto y armonioso, y nada puede alterar su gloria. Ante tanta maravilla, la única reacción condigna es la celebración. Píndaro, en un himno perdido, contaba que cuando Zeus hubo ordenado el mundo y los dioses vieron con mudo asombro su magnificencia, les preguntó a éstos si echaban de menos algo. “Sí —respondieron—: una voz para alabar las grandes obras y la completa creación en palabras y música”. Y entonces nacieron las Musas para cantar la alegría de Zeus ante la plenitud del ser

Vigente una tal cosmovisión huelga enteramente la pregunta por el sentido de la vida, porque el único sentido que cuenta es el que emana el todo cósmico trascendiendo las anécdotas de los destinos humanos particulares. Si yo sufro, si no soy feliz, si incluso muero inicuamente, he aquí un hecho que, claro está, a mí me afecta muchísimo, pero mi suerte personal, sea cual fuere, no menoscaba lo más mínimo la inmutable perfección del cosmos, que permanece tan majestuoso como antes. Esto es lo que suele olvidarse cuando se estudia la tragedia griega: lo trágico, para el griego antiguo, estribaba en lo incomprensible del infortunio que padece el héroe —Prometeo, Antígona, Ifigenia— en un mundo, por lo demás, racional, benéfico y hermoso, a diferencia, por ejemplo, de las tragedias shakespearianas en las que los protagonistas —Macbeth, Otelo o Lear— son barridos por un caos y una ola de destrucción que son ya ley general en el universo.

En determinado momento histórico, el cosmos decae como imagen del mundo, y el hombre, que hasta entonces había sido sólo una parte de él, se desprende del cuadro y se constituye en una nueva totalidad autosuficiente. Entre el Renacimiento y la Ilustración surgen el retrato, el ensayo de tono existencial, el idealismo filosófico, los diarios íntimos o la novela moderna: géneros que responden al desconcertante problema del sentido de la vida humana al que ese yo extrañado del mundo por primera vez se enfrenta. Téngase presente que el cosmos era un conjunto perfecto y eterno, mientras que este yo segregado es una entidad moral y mortal, tan consciente de su dignidad como de su muerte inevitable. La muerte ya no es como antes una anécdota en un cosmos radiante, sino que conlleva ahora la destrucción de toda fuente de sentido. Como, de un lado, sólo lo individual muere, no las generalidades abstractas, y de otro, en la modernidad el individuo adquiere la más alta conciencia de sí mismo, no es exagerado decir que la muerte, en su más cruenta radicalidad, es una experiencia específicamente moderna. Leopardi en sus Cantos —“O natura, / perché non rendi poi / quel che prometti allor?”— se lamenta de que el mundo permita al yo nacer y crecer en su suelo para que luego, cuando es lo bastante maduro para anhelar la felicidad, lo condene a la frustración, la decadencia y la nada. El descubrimiento de la intimidad va parejo a la experiencia de la injusticia estructural del mundo hacia ese yo autoconsciente condenado a muerte. Porque la realidad no es un cosmos, sino un mundo injusto, el hombre empieza a interrogarse ansiosamente sobre el sentido de su vida.

Los himnos al cosmos dan paso a las elegías que se duelen de la injusticia del mundo. Faulkner definió bien la aporía moderna en su novela Palmeras salvajes: “Entre la tristeza y la nada elijo la tristeza”. Lo imperfecto del mundo es, en efecto, triste si se compara con esa jovial plenitud del cosmos que las Musas celebraban. Pero hay otra perspectiva que prescindiendo de comparaciones libera las potencialidades positivas de la imperfección. No deberíamos nunca dejar de asombrarnos de que exista el ser y no la nada, porque, como dice Fernando Savater, la muerte nunca podrá arrebatarnos la victoria de haber vivido. Además, a veces uno conoce experiencias iluminadoras —pasión, ternura, belleza sorprendida, epifanías de la vida cotidiana— en las que pareciera que se eleva en éxtasis por sobre los fragmentos de la existencia y se proyecta a una totalidad de significado en la que por un momento las piezas parecen encajar otra vez.

Pero el secreto último, amigo mío, para aprender a reconciliarse con la imperfección está en descubrir que no existe en este mundo nuestro algo así como un “sentido de la vida” que pueda comprenderse i ntelectualmente y escribirse en un papel como la fórmula de la Coca-Cola; este mundo no tiene solución teórica, sino sólo una salida pragmática: el placer que Aristóteles asoció al mero ejercicio de las potencias, o la dicha que produce al tenista jugar al tenis, y al hombre… ser hombre. Porque sí. Como esa rosa sin porqué a la que simplemente le gusta ser rosa.

Javier Gomá Lanzón, Reconciliados con la imperfección, Babelia. El País, 28/07/2012

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