Classificacions i identitat de gènere (Pablo de Lora).





En la jerga contemporánea los individuos somos divididos entre aquellos “conformes” con la identidad de género que sigue al sexo asignado al nacer y quienes no lo están. A los primeros se les denomina “cis” y a los segundos “trans”. La comunidad “transgénero” incorpora a su vez muy diversas sensibilidades, compromisos y apuestas diferentes para que esa “disconformidad” se anule o mitigue: hay quienes han pasado por agresivos tratamientos hormonales y cirugías reconstructivas y hay quienes reclaman que sea la mera declaración de voluntad, una suerte de “autoidentificación” sin tener que pasar por la horca caudina del tratamiento médico o psiquiátrico, lo que deba contar institucionalmente para que uno sea clasificado como hombre o mujer a todos los efectos. 

Hay quiénes, al fin, impugnan esa misma división binaria reclamándose como “no-binarios”, “a-género” o de “género fluido”. En el trasfondo de todas esas reivindicaciones políticas y jurídicas se plantea también si el sexo biológico mismo, señaladamente el dimorfismo sexual, es una construcción “social” o un “dato de la naturaleza”. La existencia de personas “intersexuales” –individuos cuya dotación cromosómica no se alinea con los caracteres sexuales primarios y/o secundarios– abona la tesis de que el sexo biológico es un “espectro”. 

Quien se reclama como “no-binario”, ¿qué tipo de identidad de género reivindica? ¿Y cómo conciliar el “no-binarismo” con la tesis de que el sexo es un “espectro”? Y es que, si hay no binarios pareciera que es precisamente porque el sexo biológico no es un espectro. Tal vez lo sea como la altura, o el peso, y entonces el no binario es aquél que no se sitúa en las colas de la distribución (ni es altísimo ni es bajísimo). Pero entonces, a la postre, la inmensa mayoría seríamos “no-binarios”. 

De otra parte, uno tiene la sensación de que la identidad de género no-binaria es en realidad una “meta-proposición” sobre la identificación de género en general. Imagine que tuviéramos que consignar nuestra identidad religiosa y hubiera solo dos casillas: religión musulmana y religión cristiana. Un judío, por ejemplo, podría señalar su condición “no-binaria” puesto que entiende que hay más religiones que cabría consignar, incluida la suya, y no solo dos. Pero un católico que sí se viera reflejado en la casilla “cristiano” podría ser igualmente “no-binario” porque, supongamos, cree que la religión católica es la única verdadera y que el resto de casillas sobran.

La identidad de género se describe –asómense a la reciente legislación al respecto si tienen curiosidad– como una suerte de “estado mental” inefable, no fiscalizable. Hay buenas razones para limitar al poder público en su afán de exigir costosas pruebas de la verosimilitud de la identidad de género abrazada - normalmente mediante el sometimiento a tratamientos invasivos- pues esos procesos, en la medida en la que generan graves efectos colaterales y riesgos ciertos de infertilidad, suponen una vulneración de derechos básicos de las personas trans. Así lo ha establecido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso AP, Garçon, Nicot v. France (2017). 

Pero también hay una razonable alerta –de muchas mujeres feministas, por cierto– para que la mera voluntad no sea todo y lo único que cuente, sobre todo si del estatuto civil de ser hombres o mujeres se derivan beneficios o posiciones normativas ventajosas con las que se pretende legítimamente mitigar injustas discriminaciones históricas o la falta de visibilidad de un colectivo. Piensen ustedes más allá del género y consideren la raza o la etnia: ¿aceptaríamos sin chistar la auto-identificación racial o étnica? 

Si la legislación electoral –por ejemplo la mexicana– establece la obligación de que las listas sean paritarias y en forma de “cremallera”, ¿se cumple el requisito incorporando individuos que se declaran “mujeres trans”, individuos que tal vez en el pasado reciente han figurado en las listas como hombres? En definitiva, ¿triunfa siempre la auto-adscrita identidad de género frente a otros intereses? Si, parafraseando a Simone de Beauvoir, la biología no es ningún destino, ni siquiera el de ser el privilegiado “sujeto del feminismo”, ¿qué queda del feminismo? A lo mejor resulta que hemos llegado a un punto en el que todas esas identidades –no solo el género, insisto– deben ser institucionalmente o jurídicamente irrelevantes, no tenidas en cuenta a ningún efecto. Discutámoslo pues hay mucho en juego.

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