Kant, dret i democràcia.




Va de suyo que Kant es un filósofo de extraordinaria complejidad a quien no se puede despachar en el espacio de una tribuna. Sin embargo, sus consideraciones sobre las relaciones entre la democracia y el Derecho no tienen desperdicio; más bien deben, a la vista de su poder clarificador, incorporarse a nuestro debate. Bastará con traer aquí lo que el filósofo prusiano expone en uno de sus ensayos más célebres: La paz perpetua, publicado en 1795, que citaré a partir de la excelente versión del profesor Joaquín Abellán en Alianza Editorial.
Es llamativo constatar que Kant empieza por pedir a los lectores que no confundan la "Constitución republicana" con la "democrática", siendo a su juicio preferible la primera a la segunda. ¿Y cómo es eso? El republicanismo se resume para él un principio político: la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo. En cambio, será «despótico» aquel otro principio que consiste en que el Estado ejecute arbitrariamente las leyes que él mismo se ha dado, pues la voluntad pública es en este caso manejada por el gobernante como si fuera su voluntad particular. Ahora bien, y esto viene a cuento de la democracia plebiscitaria o aclamativa defendida más o menos implícitamente por los impulsores del procés, Kant cree que la democracia así entendida es necesariamente un despotismo. Su explicación nos es cercana: "Crea un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre alguien y, en su caso, contra alguien (es decir, contra quien no esté de acuerdo con los demás), con lo que deciden todos, que no son realmente todos". ¡Mandato democrático! No hay caso: para Kant, la única forma legítima de gobierno es la representativa. Y de hecho sostiene que el modo de gobierno es mucho más importante que la forma de Estado: lo que cuenta es que la Constitución sea republicana, o sea representativa y sujeta al imperio del Derecho.
Hay que descartar que Kant, quien célebremente llevara su imperativo moral al punto de exigir que dijéramos la verdad aunque ello causara un asesinato, adolezca de un exceso de ingenuidad sobre la conducta de los hombres. Por el contrario, él mismo nos habla de una "evidente maldad humana" que hemos de someter a control. Para ese fin, el Derecho es clave: en el interior de un Estado que goza de constitución política, la maldad humana aparece velada por "la coacción del Gobierno". 
Más aún: la razón debe utilizar como un medio a la propia naturaleza humana, encontrando la forma de que los impulsos egoístas se contrarresten entre sí (algo no demasiado alejado de la famosa mano invisible del mercado en Smith o del anudamiento de los intereses sociales, comerciales y políticos que Montesquieu veía como freno al despotismo). Deduce de aquí el sabio de Königsberg que "la naturaleza quiere irresistiblemente que el derecho obtenga finalmente la supremacía". Ya que nuestra libertad, nos advierte explícitamente, no consiste en hacer lo que queramos siempre que no hagamos daño a otro, sino que está conectada a las leyes que simultáneamente limitan y posibilitan esa misma libertad. Sin derecho, no hay libertad; aunque la libertad desarrollada en el marco del Derecho sea una libertad constreñida por el hecho de que la compartimos con los demás.
Por supuesto, no se trata de obdecer cualquier ley: solo aquellas que son susceptibles de aprobación general. Pero éstas, que son las engendradas en el marco de una Constitución republicana donde rige el principio representativo, nos obligan inequívocamente: el respeto al Derecho, escribe Kant, es "un deber imperativo e incondicionado". ¿Y podría la política disponer arbitrariamente de esas leyes? Kant es terminante: "Toda política debe doblar su rodilla ante el Derecho". Dicho de otra manera, todos los ciudadanos son iguales ante las leyes comunes; pero ninguno está por encima de las leyes y menos que ninguno quienes ostentan cargos representativos. La condición civil, derivada de la idea racional del contrato social, es la base para el ejercicio de la libertad.
Salta a la vista que las lecciones que nos ofrece Kant desde la atalaya de los siglos resultan familiares. Al fin y al cabo, están codificadas en las constituciones de los regímenes liberal-democráticos, verdaderas repúblicas representativas que han prosperado moral y materialmente gracias a la suprema garantía que ofrece el derecho. Quien vulnera las leyes, en especial aquellas que organizan el sistema constitucional, ¿acaso no se aparta voluntariamente de la política, obligando al Derecho a actuar para preservarse a sí mismo? ¿Es que no "judicializa la política" quien desarrolla conductas susceptibles de calificación jurídico-penal? ¿Puede acaso el Derecho dejar de actuar ante la posible comisión de delitos sin con ello desnaturalizarse a sí mismo? Si fuera el Derecho el que debiese doblar la rodilla ante la política, ¿de qué manera podríamos saber lo que está permitido y lo que está prohibido? ¿Y cómo podría el ciudadano protegerse frente al poder público o el poder del más fuerte?
Gobierno de las leyes, no de los hombres: he aquí una de las máxima fundacionales del liberalismo ilustrado, cuyo anverso no es otro que el despotismo ejercido por uno o por muchos. Las leyes que nos gobiernan son Derecho, sí, pero fueron antes política: se la dan las sociedades democráticas a sí mismas a través de un proceso reglado. Y desde ese momento se obligan a respetarlas mientras no sean abolidas o reformadas. Todo esto es bastante elemental, pero conviene recordarlo: son muchos los apasionados que han preferido olvidarlo y no pocos los cínicos que fingen ignorarlo.
Manuel Arias Maldonado, Kant en Barcelona, el mundo.es 09/07/2019

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