Els desacords són naturals en democràcia.




Hay una tendencia natural en todo ser humano para afirmar determinadas convicciones, pero también para cuestionar muchas de las ideas que se dan por supuestas. Esa es la dialéctica en la que nos movemos. El que se asiente una tendencia u otra es posible que dependa de contextos sociales específicos o de las propias seguridades (o inseguridades) de cada cual. En contextos en los que se favorece el intercambio de ideas, lo lógico es abrazar el pluralismo y estar dispuesto a dejarse guiar por los argumentos más convincentes, aunque esto no es una ley de hierro. Muchas personas prefieren agarrarse a sus convicciones específicas, ya sea por pereza intelectual, por dejarse llevar por las modas o por la seguridad que les otorga compartir creencias con su grupo de referencia. En una sociedad que ha dado el giro hacia lo emocional y lo tribal, lo que más parece importar es esta adscripción a los dogmas del grupo con el que uno se siente identificado.

Que imperen los desacuerdos es lo natural en una democracia, lo que es inaceptable es que se tache de indigno a quien no coincida con nuestras posiciones políticas, que se dispare contra el que disiente. Más aún sin necesidad siquiera de recurrir a argumentos. No es que antes fuera mucho mejor –no existe un espacio público libre de interferencias–, lo que ocurre que este de nuestros días es mucho más inmediato y agresivo.

Hay que tener en cuenta que la opinión se enhebra hoy en gran medida a partir de enjambres que se mueven de unos temas a otros. El viejo sujeto autónomo de la tradición liberal, que se presuponía que accedía a su propia opinión, está desplazándose hacia un sujeto que se adscribe de forma casi mecánica a lo que considera que son sus afines. Esta distinción, casi siempre identitaria, es lo que presiona hacia una toma de partido casi automática hacia casi todo lo que hace acto de presencia en el debate público. El resultado, como es obvio, es que no se debate; se confronta. Las opiniones aparecen adscritas a enmarques de la realidad proporcionados por cada grupo; estos son los que se compran, no el posicionamiento reflexivo a partir de la introducción de matices o la muchas veces deseable equidistancia.

Detrás de la cultura de la cancelación se esconde la premisa de que quienes la practican poseen un acceso privilegiado a lo que es el bien. Esto les «empodera», como se dice ahora, para sancionar a quienes consideran que se desvían de lo moralmente correcto. Ellos deciden libérrimamente qué es racista o sexista, se erigen en apóstoles de la virtud, en nuevos inquisidores que se autoarrogan la capacidad para señalar a los «desviacionistas», a quienes deben de ser intervenidos.

En una sociedad como la nuestra, en la que existe un pluralismo de valores e instancias judiciales para sancionar delitos como la calumnia u otros excesos verbales, la práctica de la cancelación equivale a dejar en clara situación de indefensión a quienes se ven afectados por aquella. El caso es que la mayoría de los posicionamientos woke responden a la voluntad de hacer prevalecer valores que son perfectamente respetables y que la mayoría tenemos interiorizados; el problema está en la forma en la que se hace, tratando de negarles el pan y la sal, convirtiéndolos en parias sociales. Esto es lo inquisitorial. Como digo, será difícil hacerle frente, pero lo que ya se observa es una reacción muy visceral también desde la otra parte. Una de las causas de la buena salud del populismo reside precisamente en su capacidad para romper con ostentación y malas maneras con los tabús y las proscripciones woke.

Cada cual tiende a dar por buena la presentación de la realidad que obtiene de los suyos. A esto se le llama «epistemología tribal». De lo que se trata, por tanto, es de ofrecerles continuamente lo que en el fondo desean ver, leer o escuchar… la manipulación es constante. El peligro para la democracia estriba en que, de este modo, acabamos perdiendo los referentes compartidos, ese mundo común al que siempre se refería Hannah Arendt. Si los datos de la realidad que reciben unos u otros no coinciden, el entendimiento deviene imposible. Recordemos lo que pasó en España con la teoría de la conspiración sobre los atentados del 11-M, a la que se aferró como un clavo un importante sector de la derecha política; o las posiciones antagónicas sobre la vacunación durante la pandemia, donde un importante grupo social negó hasta el final las evidencias científicas. Otra de las consecuencias es que favorece la polarización, ya que los medios se sintonizan para ofrecer siempre una visión en negativo del contrario, aunque para ello tengan que inventarse noticias o dejar fuera determinadas evidencias. Con todo el peligro que esto entraña, prefiero pensar que hay formas de atajarlo, aunque sea en parte. La responsabilidad a este respecto de los medios de prestigio es clave. Si estos acaban cayendo en un partidismo desaforado, sí que estamos perdidos.

Esther Peñas, entrevista a Fernando Vallespín: "Distinguir entre votar bien o votar mal no tiene sentido en una democracia", ethic.es 13/07/2022


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