"No som transparents per a nosaltres mateixos" (Sigmund Freud)
Cuando muere su padre, Freud empieza a analizar sus propios sueños. En esa época acuña el término “psicoanálisis”. Durante treinta años ejerce de médico privado de enfermedades nerviosas. Tras la gran crisis bursátil de 1929, publica su mejor libro. El malestar en la cultura demuestra lo que muchos sabían. Freud, a diferencia de Carl Jung, es un gran escritor. Hitler se anexiona Austria. Su hija Ana recibe la orden de presentarse ante la Gestapo. Emigra a Inglaterra. El cáncer de garganta que padecía se reactiva. Pide a su médico que le administre tres inyecciones de morfina. Muere el 23 de septiembre de 1939.
Freud conocía la filosofía griega, estudió con Brentano, leía a Schopenhauer y Nietzsche, pero no tenía una buena opinión de quienes sobrevaloraban la lógica y pasaban por alto el irracionalismo del alma. Lear recuerda, para los críticos apresurados, que Freud nunca sostuvo que la sexualidad fuera la única fuerza motriz de la vida. La sexualidad se encuentra en el núcleo de lo humano, nuestra naturaleza es erótica, pero ese erotismo no puede reducirse a la satisfacción de los genitales.
Hay ocasiones en la vida en las que presentimos que, en lo que hacemos, hay otra mente involucrada. Como si otro hubiera infundido en nosotros una salvaje locura, como si nuestros actos no fueran nuestros. Cualquiera puede haber sentido esa usurpación. A ese fenómeno dedicó Freud su vida: alguien actúa secretamente a través nuestro. No somos transparentes para nosotros mismos. Hoy podemos mirar dentro del cerebro y ver como las neuronas se iluminan unas a otras. Pero eso no aclara el misterio. Una cosa es mirar dentro del cerebro y otra muy distinta mantener un sentido refinado sobre lo que se está buscando o mirando. Freud nunca se dejó hechizar por esa explicación fácil de lo que ocurre cuando percibimos o sentimos. Había quedado fascinado por el uso que Charcot hacía de la hipnosis en el tratamiento de la histeria. Pudo ver en directo cómo inducía síntomas histéricos y los hacía desaparecer mediante la sugestión hipnótica. Las palabras de Charcot vibraban en el aire y producían un impacto en los sistemas neurológicos. La propia idea de parálisis, sugerida por él, inmovilizaba a los pacientes. De ahí extrae Freud su idea de la curación mediante la palabra. El psicoanálisis, una respuesta al sufrimiento humano, toma entonces la forma de una conversación. Para ello debe ocurrir un fenómeno singular: la transferencia. Un proceso mediante el cual los deseos inconscientes del paciente se ponen de manifiesto en el gabinete y, desde un remoto rincón de la mente, se transfieren al psicoanalista.
Cuando abandona la infancia, la mente humana es tripartita. Está constituida por el ello (deseos agresivos reprimidos y fuente de la energía psíquica), el superyó (la voz de la conciencia, castigadora y censora) y el yo. La tarea del yo es estresante. Tiene que mediar entre las exigencias del ello, que siempre está deseando algo, y las críticas inhibidoras del superyó. El yo y el superyó intentan inhibir los impulsos del ello. Esos desacuerdos, esa forma específicamente humana de miseria, es lo que Freud llama neurosis. La apuesta por el humanismo es firme: una conversación puede cambiar la naturaleza conflictiva del alma.
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