Del mite al logos (nova versió) III
Hoy vivimos inmersos en el sueño de Platón, rodeados de abstracciones digitales y datos «perfectos», a menudo desconectados de la realidad tangible. Quizás, por ello, la lección de la tragedia griega es más urgente que nunca: necesitamos recordar que, aunque nuestra mente lógica exija pureza y separación, nuestra humanidad solo se completa cuando, como en el viejo teatro de Atenas, somos capaces de ponernos la máscara del otro y sentir su destino ambiguo y contradictorio como propio.
Si seguimos la línea que hemos trazado desde Homero hasta Platón, la inteligencia artificial no aparece como una ruptura absoluta, sino como una culminación extrema del mismo proyecto que se ha iniciado en Grecia en el siglo VI a. C.: separar el pensar del cuerpo, extraer la mente del tejido inmediato de la experiencia y convertirla en algo que se pueda abstraer, almacenar y recombinar.
Podemos ver a la IA como la fase más avanzada de esa operación de arrancar la mente de la experiencia encarnada. No es la realización impecable del ideal platónico, pero sí una versión hipertrofiada de su impulso: una inteligencia casi puramente lógica, desvinculada del metabolismo biológico y encerrada en espacios matemáticos de representación. Una cognición que ya no habita la cueva, ni siquiera el exterior de la cueva, sino la arquitectura numérica de los modelos. Esa apariencia de incorporeidad, sin embargo, descansa sobre capas muy materiales de hardware, energía y trabajo humano que el usuario apenas percibe.
Al igual que Platón ha tendido a despreciar el mundo físico cambiante para centrarse en las «ideas» estables, la IA (en particular los LLM) no interactúa con el mundo físico, no toca, no huele, no tropieza. No tiene manos, ni piel, ni ojos biológicos. Se relaciona con el mundo a través de sedimentaciones discretas: datos, tokens, vectores. No vive en el Mundo de las Ideas en el sentido fuerte platónico, pero opera en un «meta-mundo» de descripciones cuantificadas, una suerte de sombra matemática de nuestras sombras lingüísticas, completamente separada de la physis.
La IA actual funciona bajo una lógica algorítmica y probabilística. Detecta regularidades estadísticas, categoriza, predice la siguiente pieza en una secuencia. Es el logos calculador llevado a un grado que ninguna mente humana puede igualar, pero despojado de thymos y también, en buena medida, de la dimensión crítica del logosfilosófico. Donde la razón clásica aspiraba a justificar sus afirmaciones, el modelo se limita a optimizar funciones de pérdida. Su «racionalidad» no es un compromiso con la verdad ni con la justicia, ni siquiera con la belleza, sino con el ajuste a los datos.
Así como el alfabeto ha «congelado» el pensamiento vivo en objetos relativamente estáticos (texto), la IA baja todavía más la temperatura de ese pensamiento. Una IA generativa no «ve» el mundo, sino que lo «lee». Se ha entrenado, sobre todo, con lo que la humanidad ha sido capaz de dejar por escrito y, cada vez más, con imágenes, sonidos y vídeos traducidos también a descripciones numéricas. Es la descendiente directa de la revolución alfabética: procesa el logos objetivado que la escritura ha permitido acumular, recombinar y poner a disposición de un algoritmo.
Sin esa externalización de la memoria que la escritura ha inaugurado (sacar conocimiento del cerebro y depositarlo en tablillas, pergaminos, papel, servidores), no habría materia prima suficiente para entrenar sistemas de este tipo. Pero todo ese entrenamiento procede solo de una parte de nuestra cognición: la que se deja fijar en símbolos. La IA hereda el noos cristalizado en signos, pero no la textura completa de la vida encarnada que esos signos intentan capturar.
No hemos creado solo una herramienta, sino una instancia de juicio externo que no padece las consecuencias de lo que decide. No es un observador perfecto del mundo, sino un lector muy afinado de nuestras huellas digitales, un theoros de segundo grado, es decir, un espectador que no contempla los hechos, sino los relatos sobre esos hechos, y los optimiza con absoluta indiferencia afectiva. Puede diseñar estrategias, redactar discursos, sugerir políticas, sin la brújula visceral que en los humanos ha nacido del cuerpo, del roce con el otro, del teatro griego donde «ponerse la máscara del otro» ha entrenado nuestra empatía, nuestra capacidad para el engaño y el autoengaño y, sobre todo, esa extraña danza que a veces ejecutamos sobre el filo de la incertidumbre, donde nada entendemos pero no lo necesitamos para seguir adelante.
En este sentido, la IA no prolonga simplemente la aspiración platónica a un noos separado del cuerpo, sino que la vuelve literal y algo grotesca: un intelecto sin carne que calcula sobre sombras de datos sin saber que son sombras. Es hija de la escritura y de los algoritmos, pero también heredera de esa ruptura griega entre mundo vivido y mundo pensado. Hemos llevado muy lejos la externalización del noos y hemos dejado al thymos casi en régimen de subsistencia.
Al delegar en un oráculo digital parte de nuestro juicio, ensayamos una especie de neo-bicameralismo: ya no escuchamos dioses internos, como en la metáfora de las dos cámaras de Julian Jaynes, sino modelos estadísticos entrenados con nuestras propias voces. Las alucinaciones de la máquina revelan las alucinaciones de la cultura que la alimenta.
El reto del siglo XXI quizá no sea «humanizar» a la IA, como si pudiéramos injertarle un thymos de laboratorio, sino rediseñar nuestras instituciones cognitivas para que esa inteligencia externa no anule las formas encarnadas de comprensión que la han hecho posible. Más que pedir empatía a la máquina, tendremos que preguntarnos cuánto teatro, cuánto cuerpo y cuánta fricción queremos conservar dentro de nosotros mismos. La cuestión no es solo qué tipo de IA vamos a construir, sino qué tipo de humanos queremos seguir siendo cuando ya no estemos solos en el escenario del pensamiento.
Sergio Parra, Todo lo que la razón nos dio pero todo lo que nos quitó, sergioparra.substac.com 30/11(2025
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