Del mite al logos (nova versió) II


Heràclit

La abstracción nos ha hecho dueños del mundo material. Pero, tal vez, al leer a Homero hoy, sentimos una punzada de nostalgia por aquello que perdimos. Perdimos la inmediatez. Perdimos esa conexión galvánica donde mirar un amanecer no era solo un fenómeno óptico, sino un acto de conexión con el entorno.

Nuestra cognición actual, analítica y distante, es el precio que pagamos por la emancipación de la superstición. Somos los hijos de esa ruptura, herederos de una mirada que aprendió a enfriarse para poder comprender, transformando el mundo vivido y encarnado en un espectáculo teórico.

Una vez que la mente griega se separó del abrazo inmediato de la naturaleza, nos sentimos repentinamente huérfanos. Más empoderados, sí, pero también más expuestos. Y, entonces, comenzó una búsqueda obsesiva por la seguridad, la certeza y las categorías claras. Nuestra capacidad de tolerar los matices, la ambigüedad y la intermitencia se redujo ostensiblemente. 

El problema es que el mundo real, en su mayor parte, es pura incertidumbre. Todo cambia. Nada parece quieto. 

Esa sensación no hizo mucho por desalentarnos, al contrario: redobló nuestros esfuerzos por encontrar verdades estáticas. Y nadie encarnó esta búsqueda con más ahínco que Platón.

Aquel filósofo, empujado por esta nueva sed de abstracción, llegó a una conclusión radical: si el conocimiento debe ser verdadero e infalible, entonces no puede basarse en este mundo físico y cambiante. No podemos tener «ciencia» de lo que hoy es y mañana no es. Así, Platón decretó que lo que vemos y tocamos (las sillas, los árboles, los cuerpos) no son la verdadera realidad, sino meras sombras. La verdadera realidad tenía que residir en otro lugar: en el Mundo de las Ideas.

Esto conecta con una idea contraintuitiva, que ya hemos explorado por estos lares: que la fantasía es finita, pero la realidad no lo es. 

En el mundo físico, ningún círculo dibujado en la arena es perfecto, siempre tendrá imperfecciones, siempre será diferente, siempre será inabarcable. Pero la Idea de un círculo (esa definición matemática abstracta e incorpórea) es perfecta, eterna e inmutable. Para Platón, y para la tradición occidental que le siguió, la idea abstracta se volvió «más real» que el objeto tangible.

Esta obsesión por la claridad trajo consigo una tiranía lógica: el principio del tercero excluido. Esta ley lógica dicta que una cosa es A o no es A. No hay término medio. O es de día o es de noche. O estás vivo o estás muerto. O está bien o está mal. Esta herramienta es fantástica para categorizar el mundo, pero es terrible para comprender la vida, que suele estar llena de paradojas y zonas grises.

La víctima más ilustre de este cambio cognitivo fue Heráclito. Apenas unos siglos antes, Heráclito había sido venerado por su sabiduría líquida, capaz de decir que «todo fluye» y que los opuestos (vida y muerte, día y noche) son, en el fondo, lo mismo. Pero bajo la nueva luz rígida del racionalismo, este tipo de pensamiento se volvió inaceptable. En la época de Teofrasto, discípulo de Aristóteles (siglo III a. C.), el estilo paradójico de Heráclito ya no se veía como una forma de sabiduría profunda, sino como un síntoma de enfermedad mental. La mente occidental se había vuelto incapaz de tolerar la contradicción. Habíamos ganado la lógica, pero nos habíamos quedado ciegos ante la paradoja.

Sin embargo, la cultura griega, en su genialidad, generó un antídoto. Al mismo tiempo que la filosofía separaba y disecaba la realidad en una serie de conceptos fríos, nació otra institución diseñada para hacer exactamente lo contrario: el Teatro.

Sergio ParraTodo lo que la razón nos dio pero todo lo que nos quitó, sergioparra.substac.com 30/11(2025

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