Apèndix, Ètica de Spinoza.



Todos los prejuicios que aquí me propongo señalar dependen de este único, a saber, que los hombres suponen generalmente que todas las cosas naturales actúan, como ellos, por un fin; más aun, dan por seguro que el mismo Dios dirige todas las cosas a un fin, puesto que dicen que Dios las hizo todas por el hombre y al hombre para que le rindiera culto*; por eso, consideraré primero sólo éste.

Todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas y todos tienen apetito de buscar su utilidad y son conscientes de ello. Pues de esto se sigue: 1.°) que los hombres opinan que son libres, porque son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni por sueños piensan en las causas por las que están inclinados a apetecer y a querer, puesto que las ignoran. Se sigue: 2.°) que los hombres lo hacen todo por un fin, es decir, por la utilidad que apetecen; de donde resulta que siempre ansian saber únicamente las causas finales de las cosas hechas y, tan pronto las han oído, se quedan tranquilos, ya que no tienen motivo alguno para seguir dudando. Mas, si no logran oírlas de otro, no les queda más que volverse sobre sí mismos y reflexionar sobre los fines por los que suelen ser determinados a tales cosas; y así, necesariamente juzgan el ingenio* de otro por el suyo propio. Además, como tanto en sí mismos como fuera encuentran  no pocos medios que conducen en buena medida a conseguir su utilidad, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el sol para iluminar, el mar para alimentar a los peces, etc.: ha resultado que consideran todas las cosas naturales como medios para su utilidad. Y como saben que ellos han descubierto esos medios, pero no los han preparado, han tenido motivos para creer que es algún otro el que ha preparado esos medios para que ellos los usen. Pues, después | de haber considerado las cosas como medios, no pudieron creer que ellas se hicieron a sí mismas, sino que a partir de los medios que ellos mismos suelen preparar, debieron concluir que se da algún o algunos rectores de la Naturaleza, dotados de libertad humana, que les proporcionaron todas las cosas y las hicieron todas para su uso. Y, como nunca habían oído hablar del ingenio de tales rectores, también debieron juzgar de él por el suyo propio; y, en consecuencia, afirmaron que los dioses lo dirigen todo a la utilidad de los hombres, a fin de cautivarlos y ser tenidos por ellos en el máximo honor. De donde ha resultado que cada uno, de acuerdo con su ingenio, haya excogitado diversas formas de rendir culto a Dios, para que Dios les amara más que a los otros y dirigiera toda la Naturaleza a la utilidad de su ciego deseo y de su insaciable avaricia. Y así, este prejuicio derivó en superstición* y echó hondas raíces en las almas, lo cual fue motivo de que cada uno pusiera todo su empeño en comprender las causas finales de todas las cosas y en explicarlas. Pero, mientras pretendían mostrar que la Naturaleza no hace nada en vano (esto es, que no sea para utilidad de los hombres), no parecen haber mostrado otra cosa sino que la Naturaleza y los Dioses deliran lo mismo que los hombres [.]Entre tantas ventajas de la Naturaleza tuvieron que encontrarse con no pocas desventajas, a saber, tempestades, terremotos, enfermedades, etc.; y entonces afirmaron que todo esto sucedía porque los Dioses estaban irritados por las injurias recibidas de los hombres o por los pecados cometidos en su culto. Y, aun cuando la experiencia protestara cada día y mostrara con infinitos ejemplos que les ventajas mezcladas con las desventajas recaían por igual sobre los piadosos y los impíos, no por ello han desistido de su inveterado prejuicio. Pues les resultaba más fácil situar este hecho entre otras cosas desconocidas, cuyo uso ignoraban, y mantener así su estado actual e innato de ignorancia, que destruir toda aquella fábrica y excogitar otra nueva. De ahí que dieron por sentado que los juicios de los Dioses superan con mucho la capacidad humana; y esta causa hubiera bastado para que la verdad se ocultara por siempre al género humano, si las Matemáticas*, que no versan sobre los fines, sino tan sólo sobre las esencias y las propiedades de las figuras, no hubieran mostrado a los hombres otra norma de la verdad. Y, aparte de las Matemáticas, aun pueden apuntarse otras causas (que es superfluo enumerar aquí) por las que fue posible conseguir que los hombres hayan descubierto estos prejuicios | comunes y hayan sido conducidos al verdadero conocimiento de las cosas.

Para demostrar que la Naturaleza no tiene ningún fin que le esté prefijado y que todas las causas finales no son más que ficciones* humanas, no hace falta alargarse mucho. (...) Esta doctrina sobre la finalidad subvierte totalmente la Naturaleza. Pues lo que es realmente causa, lo considera como efecto, y a la inversa; además, lo que es anterior por naturaleza, lo hace posterior; y, en fin, lo que es lo superior y lo más perfecto, lo hace lo más imperfecto. En efecto  el efecto más perfecto es aquel que es producido inmediatamente por Dios, y una cosa es tanto más imperfecta cuantas más causas intermedias necesitapara ser producida. En cambio, si las cosas inmediatamente producidas por Dios hubieran sido hechas para que Dios alcanzara su propio fin, entonces las últimas, para las que fueron hechas las anteriores, serían necesariamente las más excelentes de todas. Por otra parte, esta doctrina suprime la perfección de Dios, ya que, si Dios actúa por un fin, desea necesariamente algo de lo que carece. Y, aunque los teólogos y los metafísicos distinguen entre fin de indigencia y fin de asimilación, confiesan, sin embargo, que Dios lo hizo todo por sí mismo y no por las cosas que tienen que ser creadas, puesto que antes de la creación no pueden señalar nada distinto de Dios, por lo que Dios actuara. De ahí que se ven forzados a reconocer que Dios careció de aquellas cosas para las que quiso preparar los medios, y que las deseó, como es por sí mismo evidente [.]

Ni hay que omitir aquí que los partidarios de esta doctrina, cuando quisieron exhibir su ingenio asignando fines a las cosas, adujeron para probarla un nuevo modo de argumentar, consistente en la reducción, no a lo imposible, sino a la ignorancia, lo cual pone de manifiesto que no había ningún otro medio de argüir a favor de ella. Pues, si, por ejemplo, desde un lugar elevado cayera una piedra sobre la cabeza de alguien y lo matara, demostrarán que la piedra ha caído para matar a ese hombre, argumentando como sigue. En efecto, si no ha caído con ese fin, por voluntad de Dios, ¿cómo es posible que tantas circunstancias (porque es frecuente que coincidan muchas a la vez) hayan concurrido por casualidad? Responderás quizá que eso ha sucedido porque sopló el viento y el hombre pasaba por allí. Pero instarán: ¿por qué sopló el viento en aquel momento? ¿Por qué el hombre pasaba en aquel mismo momento por allí? Si respondes de nuevo que el viento se levantó porque el día precedente, cuando el tiempo aún estaba en calma, el mar había comenzado a agitarse, y porque el hombre había sido invitado por un amigo, instarán de nuevo, puesto que las preguntas no tienen término: ¿por qué estaba agitado el mar?; ¿por qué el hombre fue invitado para aquel momento? Y así en adelante, no cesarán de preguntar por las causas de las causas, hasta que te hayas refugiado en la voluntad de Dios, es decir, en el asilo de la ignorancia*. Y así también, cuando ven la fábrica del cuerpo humano, quedan estupefactos y, porque ignoran las causas de tanto arte, concluyen que está fabricada, no con un arte mecánico, sino divino o sobrenatural, y que está constituidade tal suerte que una parte no perjudique a otra. De donde resulta que quien indaga las verdaderas causas de los milagros* e intenta entender las cosas naturales como docto y no admirarlas como necio, suele ser tenido y proclamado como hereje e impío por aquellos a quienes el vulgo adora como intérpretes de la Naturaleza y de los Dioses. Pues saben que, suprimida la ignorancia, se suprime también el estupor, esto es, el único medio de argumentar y de salvaguardar su autoridad.

Después que los hombres se convencieron de que todo cuanto se hace, se hace por ellos mismos, debieron considerar como lo principal en cada cosa aquello que es lo más útil para ellos y estimar como más excelentes aquellas cosas por las que son mejor afectados. Y así debieron formar estas nociones para explicar la naturaleza de las cosas, a saber, bueno, malo, orden, confusión, caliente, frío, hermosura y fealdad; y, como se consideran libres, surgieron estas nociones, a saber, alabanza y vituperio, pecado y mérito. En efecto, a todo lo que conduce a la salud y al culto de Dios, lo llamaron bien y, en cambio, a lo que les es contrario, le llamaron mal. Y, como quienes no entienden la naturaleza de las cosas, sino que sólo imaginan las cosas, no afirman nada de las cosas y toman la imaginación por el entendimiento, creen firmemente que existe un orden en las cosas, por ignorar la naturaleza de las cosas y la suya propia. Pues, cuando están dispuestas de suerte que, al ser representadas por nuestros sentidos, podemos imaginarlas fácilmente y, por tanto, también recordarlas, las llamamos bien ordenadas; y si sucede lo contrario, las llamamos mal ordenadas o confusas. Y como las cosas que podemos imaginar con facilidad, nos son más agradables que las demás, es obvio que los hombres prefieran el orden a la confusión, como si el orden fuera algo en la Naturaleza, aparte de una relación a nuestra imaginación, Y, dicen que Dios lo creó todo con orden, y de este modo esos mismos atribuyen, sin saberlo, imaginación a Dios; a menos que quieran que Dios, providente con la imaginación humana, haya dispuesto todas las cosas del modo que más fácilmente pudieran imaginarlas. Y quizá no les detenga siquiera el hecho de que se encuentran infinitas cosas que superan con mucho nuestra imaginación, y muchísimas que la confunden a causa de su debilidad,

Aunque los cuerpos humanos concuerdan en muchas cosas, discrepan, en cambio, en la mayoría. Y por eso lo que a uno le parece bueno, a otro le parece malo; lo que a uno ordenado, a otro confuso; lo que a uno agradable, a otro desagradable; y así de las demás cosas que paso por alto, tanto porque no es éste el lugar de abordarlas de forma directa, como porque todos tienen de ellas suficiente experiencia. Pues está en la boca de todos: hay tantas opiniones como cabezas, cada cual abunda en su propio sentir, las discrepancias entre los cerebros no son menores que entre los paladares. Estos dichos bastan para mostrar que los hombres juzgan de las cosas según la disposición de su cerebro y que más bien las imaginan que las entienden. Ya que, de haber entendido las cosas, éstas (testigo las Matemáticas), aunque no atrajeran a todos, al menos los convencerían.

Vemos* pues, que todas las nociones, con las que el vulgo suele explicar la Naturaleza, son simples modos de imaginar y no indican la naturaleza de cosa alguna, sino tan sólo la constitución de la imaginación. Y como tienen nombres, como si fueran seres que existen fuera de la imaginación, no los llamo entes de razón, sino de imaginación; de ahí que todos los argumentos contra nosotros, que se sacan de esas nociones, pueden ser fácilmente rechazados. Pues muchos suelen argumentar así. Si todas las cosas se han seguido de la necesidad de la naturaleza perfectísima de Dios, ¿de dónde han surgido, entonces, tantas imperfecciones como hay en la Naturaleza, a saber, la corrupción de las cosas hasta el hedor, la fealdad que provoca náuseas, la confusión, el mal, el pecado, etc.? Pero, como acabo de decir, son fácilmente refutados. Pues la perfección de las cosas debe ser valorada por su sola naturaleza y potencia; y por tanto, las cosas no son más o menos perfectas, porque deleitan o repugnan a los sentidos humanos, o porque ayudan a la humana naturaleza o la estorban. A aquellos, en cambio, que preguntan por qué Dios no creó a todos los hombres de tal forma que sólo se guiaran por el uso de la razón, les respondo simplemente que porque no le faltó materia para crear todas las cosas, desde el grado supremo de perfección hasta el ínfimo; o, hablando con más propiedad, porque las leyes de la naturaleza fueron tan amplias que bastaban para producir todo cuanto puede ser concebido por un entendimiento infinito ...

Baruj Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico,  Madrid, Editorial Trotta 2000

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