L'art no imposa, insinua.
El ser humano es, por naturaleza, un animal paradójico: dotado de la capacidad de concebir lo perfecto, fracasa de forma recurrente al tratar de encarnarlo. Como un demiurgo ciego, imagina el orden, la justicia y la armonía, pero tropieza apenas da el primer paso hacia su realización. Soñamos con edenes sociales, pero nuestros intentos de edificación terminan —casi siempre— en ruinas teñidas de sangre.
Y, sin embargo, no aprendemos. Nos dejamos seducir, una y otra vez, por el espejismo de lo irreal y los cantos de sirena de una moralidad argilosa y unidimensional. Es como si tuviéramos hambre de imposibles, como si nos alimentáramos —más que del pan— de ficciones. Desde La República de Platón hasta la Isla de Huxley, la literatura ha sido una geografía del deseo utópico, un inventario de mundos ideales que se nos ofrecen, pero tales ensoñaciones solo nos libran del sufrimiento cuando se quedan en las páginas o en la imaginación.
Ahora bien, ¿cómo controlar este apetito de perfección inalcanzable? ¿Cómo resistir la tentación del ideal? En las sociedades occidentales, al menos, esta sed de irrealidad ha sido canalizada —civilizadamente— a través del arte. La poesía, la música, la novela: son nuestras formas de acceso al paraíso sin violencia. Son los únicos espacios donde la perfección es inofensiva, porque no exige ser vivida, solo contemplada. A diferencia de las ideologías, el arte no impone, insinúa. Obra como catarsis. Como fantasías escapistas sin mayor riesgo ni para uno ni para los demás.
Sergio Parra, Sin esfuerzo, no hay recompensa, Sapienciología 08/04/2025
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