Estimar el nostre destí (Nietzsche).
¿Por qué se me ocurre apelar a Nietzsche cuando colectivamente estamos inmersos en una incertidumbre civilizatoria que trastoca nuestras certezas más arraigadas? Tal planteamiento nos podría sonar hasta paradójico, tratándose de un pensador que afirmaba que “no hay hechos sino interpretaciones”, que se negaba a sistematizar su filosofía y despotricaba vehementemente contra cualquier doctrina que pretendía responder a los misterios de la existencia con andamios dialécticos muy bien montados, edificantes, majestuosamente coherentes y sistemáticos, como las de Kant, Fichte o Hegel. O quizá por eso mismo: si la referencia a Nietzsche me parece hoy relevante es precisamente porque fue el gran filosofo –emulando a Spinoza y algunos más– de la inmanencia. A diferencia de la trascendencia, que estipula que hay una determinación desde el exterior y desde una instancia jerárquica superior (ya sea la ley natural o Dios), lo inmanente se enfoca en el mundo tal como es, tal como aparece, tal como lo vivimos en la experiencia.
Beligerante contra los “ultra-mundos”, esos mundos fantasiosos a los que se refieren las religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam) y otras doctrinas, Nietzsche fue un defensor del pensamiento fenomenológico, el que atiende a lo que se desarrolla en el mundo real y que se niega a recurrir a promesas, “mañanas encantadas”, realidades mágicas y paraísos ultra-terrenales. Frente al “más allá”, prefirió el “más acá”. Un “más acá” que según su doctrina del Eterno Retorno debe de ser vivido con la fuerza suficiente como para estar preparado a encarar “el retorno eterno de las cosas”. Es la idea que desarrolla al final de su trayectoria, poco antes de volverse loco, en La gaya ciencia. Allí describe el concepto –ya usado en la Grecia antigua– del amor fati:la capacidad de amar el destino propio y colectivo. La capacidad de amar lo que acontece –lo placentero y lo doloroso. Sin más. Pero ¿Acaso existe algo más exigente?
Esta valentía nietzscheana de la inmanencia y de lo fenomenológico nos puede proporcionar una valiosísima herramienta hoy. Cuando se tambalea nuestra civilización, cuando los desafíos energéticos nunca han sido tan gigantescos, cuando la hybris parece haberse apoderado de los líderes políticos más poderosos, cuando estamos temblando solo de pensar que vamos a llegar inexorablemente a este 2% de aumento del calentamiento global (con referencia de los niveles preindustriales), cuando los transhumanistas están convencidos que con el auge de la IA nuestra especia humana va a ser engullida en una especie alternativa que combina lo humano y la máquina, cuando todo lo que hemos sido nos aparece borroso y puesto en cuestión, este es el momento de no huir. En vez de practicar el escapismo y refugiarnos en promesas propias de los “ultra-mundos”, toca más que nunca aprehender la realidad tan como es, y hacerle frente.
De la misma forma que Nietzsche supo lidiar con sus inmensos dolores corporales durante toda su vida, y hacer de su observación la base de su filosofía de resiliencia vital, nos toca como humanidad encajar lo más grande. “Lo que no me mata me fortalece”, dijo el filósofo de Röcken. Pero había que añadir: con tal de que esté presente la actitud beligerante, llena de “espíritu de la esperanza”, a la manera en que la define en su último ensayo el filósofo coreano Byung-Chul Han. ¿Seremos capaces de amar nuestro destino, aún cuando este nos aparece oscuro, vertiginoso, terrible? Unos cuantos, con Elon Musk como totem, apuestan por lo “trashumano”. Otros, emulando al filosofo prusiano, preferirán lo “sobre-humano”.
François Musseau, El 'amor fati' nietzscheano, en tiempos de tormenta, fronterad.com 10/10/2024
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