El valor del temps.




El tiempo es valioso. En nuestra singladura vital, seguramente llega un momento en que nos damos cuenta de que, hagamos lo que hagamos, a lo que debemos aspirar realmente es a crear buenos recuerdos de cómo hemos empleado nuestro tiempo. Aprovechar el tiempo sabiamente es una habilidad que a veces se aprende, aunque muy a menudo no. Por desgracia, en nuestra sociedad moderna, hedonista, materialista y movida por el mercado, son demasiado pocas las personas que disponen de control suficiente sobre su tiempo como para poder desarrollar o ejercer esa habilidad. Pero ¿cómo podemos cambiar esto? Pues mediante una nueva política del tiempo.

Tres regímenes temporales han definido la historia humana a lo largo de los dos últimos milenios: el tiempo agrario, cuyo uso venía determinado por las estaciones y la meteorología; el tiempo industrial, cuando la influencia del reloj fue en aumento y la vida pasó a estar definida por bloques temporales, y el tiempo terciario, propio de las economías actuales, más basadas en los servicios que en la industria o la agricultura, y caracterizadas también por la difuminación de los límites entre los diferentes usos del tiempo.

Todas las grandes alternativas políticas han incluido posicionamientos implícitos en cuanto al tiempo. En muchos programas electorales se ha recogido un compromiso con la reducción de la jornada laboral, por ejemplo. Pero lo que no ha figurado en los relatos de los partidos y sus candidatos ha sido una política explícita del tiempo; tampoco han dado a la libertad temporal, por así llamarla —la libertad para regir nuestros propios usos del tiempo—, la prioridad que esta merece. (…)

Muchas personas trabajan mucho más hoy en día que casi en ningún otro momento de la historia humana si sumamos el trabajo remunerado y el no remunerado. Esto está generando un nivel colosal de estrés y de morbilidad. Algunos comentaristas han querido recuperar los postulados que John Maynard Keynes expusiera en su ensayo Las posibilidades económicas de nuestros nietos —en el que el célebre economista británico predecía en plena Gran Depresión que, en cuestión de unos cien años (es decir, hacia 2030 como muy tarde), las personas trabajarían una media de solo quince horas semanales— y han identificado este malestar general actual con el “dolor del reajuste de un periodo económico a otro” del que hablara el propio Keynes. La periodista Suzanne Moore, en un perspicaz artículo, ha sugerido que deberían ser la cultura y el arte los que guiasen ese reajuste, pero ha recordado asimismo que, en la actualidad, ambos han perdido gran parte de su capacidad para hacerlo. Esto, en mi opinión, responde a la erosión del “procomún cultural” en la reciente era del capitalismo rentista y de canalladas ideológicas como la austeridad.

La idea del tiempo fue cristalizándose seguramente a medida que los humanos tomaron conciencia de su propia mortalidad y de los ciclos de reproducción. No deja de ser propio de la condición humana que reconozcamos el carácter finito y cambiante de la vida, y que valoremos a su vez el paso de las estaciones y del tiempo en general según nos familiarizamos con los estados de ánimo asociados a ese devenir temporal.

Alguien que vive hasta los ochenta años de edad apenas si ha acumulado unas cuatro mil semanas de vida, según reza el elegante título de un libro de “gestión del tiempo” que salió en 2021. Esa cifra nos recuerda lo valiosa que es cada una de las semanas que van transcurriendo. Y si una parte importante de ellas se ocupa en actividades sobre las que no disponemos de control alguno, bien haríamos en preocuparnos, cuando no incluso en enfadarnos. Y no menos enfadados deberíamos estar si las políticas de los Estados someten a algunos colectivos sociales a controles exógenos a los que no aceptaríamos someternos nosotros.

Llevo ya décadas bregando con el tema del tiempo, un afán nacido principalmente de un descontento con el secuestro y la adulteración del concepto de ‘trabajo’ desde determinadas posiciones ideológicas.

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