Les raons de la desconfiança en els partits d'esquerra.
La pregunta que se plantea justo a continuación es esta: si una parte creciente de las sociedades desarrolladas está enfadada con las injusticias del capitalismo, con la globalización y con el deterioro de los servicios públicos, ¿por qué piensan que la solución está en la derecha radical y no en los partidos de izquierdas? ¿Es que acaso la anterior lista de agravios no coincide con los elementos más básicos de los programas políticos de izquierdas? Con diferentes matices y propuestas, la socialdemocracia y los partidos más a su izquierda llevan años llamando la atención sobre la desigualdad de ingresos y riqueza, sobre la necesidad de reforzar los Estados del bienestar y de abordar el calentamiento global, así como de regular de forma más estricta el capitalismo global.
¿Por qué, entonces, si las preocupaciones de esos votantes irritados encajan tan bien en los programas que ofrecen los partidos de izquierdas, luego, sin embargo, apoyan a los partidos emergentes de la derecha más radical? ¿Acaso esperan que estos mejoren los servicios sociales? ¿O que luchen contra la desindustrialización? ¿O que reduzcan la desigualdad?
Entiendo que para responder a estas preguntas hay dos vías. La primera consiste en suponer que el diagnóstico del problema antes presentado es correcto, pero los ciudadanos no actúan en consecuencia porque están confundidos o alienados, no acaban de entender sus verdaderos intereses. Las opciones a las que se puede recurrir para sostener esta tesis son muy variadas, desde las redes sociales, que no hacen más que meter ideas falsas en la cabeza de la gente, hasta los valores nacionalistas, pasando por la xenofobia y el rechazo del inmigrante. Habría, pues, un conjunto de factores que alejan a los ciudadanos más afectados por los problemas económicos de las opciones políticas que más les convienen y, de esta manera, acaban votando a la extrema derecha en lugar de a los partidos de izquierdas. Por decirlo brevemente, se intenta dar cuenta del ascenso de la derecha radical volviendo a la idea venerable de la falsa conciencia.
La segunda vía es menos directa, se basa en un argumento algo más complejo. Sin negar que haya graves problemas distributivos en las sociedades occidentales ni que vivimos tiempos inciertos debido a la rapidez con la que están sucediendo los cambios tecnológicos y culturales, esta segunda vía se centra en los problemas específicos que atraviesa la política y que tienen que ver con el profundo descrédito que padecen los políticos, los partidos y las instituciones de la democracia representativa.
La idea es la siguiente: los proyectos emancipadores o de progreso solo son viables cuando la gente confía en la política como instrumento de cambio. Hay que creer primero en la política para poder apostar luego por líderes y organizaciones que prometen reformas profundas de la economía y la sociedad. En este sentido, la ciudadanía puede estar de acuerdo con muchas propuestas de la izquierda, pero no actuar en consecuencia (votando por ellas) si piensa que la política está averiada.
Cuando había partidos que defendían métodos revolucionarios, el problema de la confianza en la política era el contrario: cuanto menos se confiaba en el sistema, más atractiva resultaba la posibilidad de una revolución que construyera una nueva sociedad (era el “cuanto peor, mejor”). Pero abandonado el sueño revolucionario en los países desarrollados, el único mecanismo de cambio que persiste es el institucional o reformista. Ahora bien, el reformismo, sea más o menos ambicioso, requiere por necesidad que se confíe en que el orden institucional es capaz de llevar a la práctica las propuestas de las fuerzas políticas. Cuando se pierde la fe en las instituciones, el reformismo queda condenado (“cuanto peor, peor”). Al margen del atractivo de las propuestas de cambio que ofrezcan las izquierdas, mucha gente pensará que son irrealizables, pues quedarán bloqueadas por los grupos de poder (nacionales o internacionales), o por la naturaleza corruptible de los políticos, o por cualquier otro factor.
De la misma manera en que a las izquierdas les perjudica la crisis de representación democrática, a las derechas, sobre todo a las radicales, les favorece (para ellas, “cuanto peor, mejor”). Al fin y al cabo, estas derechas propugnan mecanismos alternativos a la representación clásica, delegando en líderes fuertes que se burlan de los resortes institucionales de las democracias representativas. Esos líderes se supone que encarnan y defienden valores nacionales que los políticos tradicionales (de la derecha o la izquierda) han abandonado. No es que propugnen una vía revolucionaria, pero tampoco se someten a la lógica institucional. Proponen una solución intermedia (e inestable), basada en gran medida en el fenómeno de un hiperliderazgo liberado de restricciones institucionales.
Las derechas radicales capitalizan el descontento con la representación y prometen una política distinta, intransigente, sin complejos, dura, que permita superar la parálisis de la política institucional. Las izquierdas, en cambio, se encuentran en una posición incómoda y débil: no consiguen transformar el descontento económico en una palanca política porque no saben cómo resolver antes la crisis de la representación. Mientras no haya unos niveles superiores de confianza política e institucional, los programas de izquierdas tendrán grandes dificultades para ganar apoyos.
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