Parlar menys i escoltar més.






No sabemos qué podría decir hoy, pues lo que está en regresión no es ya la audición musical, sino la audición misma, el escuchar, y con ello, la atención. Sin esta, como bien sabían Descartes, Simone Weil y María Zambrano, nada serio es posible, no solo en el terreno cognitivo o intelectual sino también en el propio espacio moral, en la aprehensión tanto de la verdad como del bien. ¿Cómo captar el sufrimiento en los otros si hemos perdido la capacidad de atender, si todo transcurre ante nosotros como signos vacíos, acontecimientos sucesivos que parece siempre que ya han sucedido otrora, que digerimos rápidamente para devorar el siguiente? Todo transcurre con la celeridad y falta de gravedad con la que se reciben las noticias en un informativo televisivo, en el que todo en su valor parece nivelarse.

Últimamente es frecuente el uso de los verbos oír y escuchar como si fueran sinónimos. Podría tomarse como indicio inquietante de que la escucha se ha quedado en mero oír, como el sonido que nos llega de una radio sin que le prestemos atención. ¿Es eso lo que hoy nos queda de la escucha, un ver sin mirar? ¿Tendrá alguna relación con nuestra indiferencia pasmosa ante el ruido, con la confusión de la conversación con el parloteo, el habla con la charlatanería? ¿No significa esto una renuncia a una posición activa, de autonomía, de no subordinación a lo que nos alcanza, un dejarnos llevar por los vectores que modelan lo social? Sin atención, sin concentración, sin la calma y espera que acompaña a la escucha verdadera no hay autonomía posible, esto es, libertad.

Olvidadas han quedado las reflexiones de los antiguos acerca de la importancia de la educación de la escucha. El cuidado de la escucha constituía la base de toda formación, el paso necesario para alcanzar cierto dominio del propio espíritu, para avanzar hacia su plenitud. Michel Foucault nos recordaba en uno de su maravillosos cursos en el Collège de France, hablando de las técnicas de sí o ejercicios del espíritu en la filosofía grecorromana antigua, la relevancia que tenía la buena dirección de la escucha. Necesitaríamos hoy un nuevo Peri tou akouein (Sobre la escucha) como el de Plutarco, o alguna de las reflexiones de las Cartas a Lucilio de Séneca, o de las Disertaciones de Epicteto. Todos ellos partían de que el oído es un sentido muy vulnerable pues es pasivo y no podemos dejar de captar lo que suene en nuestro entorno, a diferencia de la vista en la que siempre cabe cerrar los ojos, o del tacto y del gusto. Nos influye aunque no lo atendamos, como el sol que broncea nuestra piel sin que lo pretendamos. Era pues el más sensible de los sentidos, el que más fácilemente podía alterarnos, el más pathetikos. Pero también era el que mejor podía recibir la palabra, el logos, por eso era estimado también como el más racional, el más logikos, el sentido más decisivo en lo atinente a la formación de nuestra alma. Una doble cara que exigía más si cabe su cuidado, una determinada actividad en contraste con su naturaleza pasiva. Por eso en la escuela no había que comportarse, como decía Séneca, como meros inquilini, gentes que por allí pasan sin exigencia y disciplina propia, como público que va al teatro, sino como auténticos discipuli, autoexigentes y activos.

Estos filósofos enseñaban el valor de algo hoy casi desaparecido, el silencio, esencial para una escucha eficiente. En esa atmósfera había que recibir lo dicho, con una específica disposición corporal y psíquica. sin alteraciones, con tranquillitas, evitando toda distracción o desviación del pensamiento, aunque lo oído no nos gustara o despertase nuestro desacuerdo. Todo ello antes de intervenir o dar nuestro parecer, sin precipitarse, sabiendo esperar a que reposara en nosotros lo recogido, sin sufrir aquella anomalía fisiológica que mencionaba humorísticamente Plutarco, en la que el oído no conectaba con el alma sino directamente con la lengua. Hablar menos, pues, y escuchar más. Plutarco, en su escrito Sobre la charlatanería, nos decía que el silencio posee algo de misterioso y divino, lo habrían enseñado los dioses a los hombres, mientras que el hablar habría sido invención humana. A veces esto se llevaba al extremo, como en el caso de los pitagóricos, en que los aprendices pasaban hasta cinco años en silencio, como meros akoustikoi (oyentes) sin que se les diera el derecho a intervenir o exponer algo. Una extremosidad no seguida por las demás escuelas. Se aconsejaba siempre el no dejarse llevar por la belleza del estilo, por la efectividad de las formulaciones o incluso por ciertos recursos retóricos o sofísticos aparentemente persuasivos debido a la habilidad del orador. Ante todo, la forma y todos sus implementos debían pasar a un segundo plano para atenerse siempre al contenido, y de este saber quedarse con lo esencial. Se nos advertía, como Epicteto, que la verdad no nos es dada de modo directo, de manera transparente, pues se nos da en un lenguaje, envuelta en frases, comparaciones, metáforas o imágenes y uno ha de ser suficientemente diestro para atraparla. Había, ademas, que aprender a mantener en todo momento cierta distancia posibilitadora de la independencia de criterio. Escuchado lo dicho, debíamos contrastarlo en nuestro interior con lo ya poseído, ver qué de él podía perfeccionarnos, pues de lo que se trataba era de que nos ayudase en el camino de la virtud. Por eso la idea captada debía fijarse, memorizarse, y hacerse propia, facere suum. Para ello tenía que lograr transformarse en norma de acción, en guía de conducta, y que, con el tiempo, conformara nuestro carácter. Así la palabra, el logos se haría ethos, formaría parte de nosotros mismos, de nuestra manera de ser. De la escuela debía salirse como curado de algo o mejorado. Como para Epicteto, aquella era como un dispensario médico, un iatreion, un lugar de cura; se entraba enfermo, aquejado de algún mal, y debía salirse ya sin afección o en vías de sanar. Una escucha de ese tipo, por lo demás, exigía el cultivo de determinadas cualidades morales: había que desterrar la envidia, la arrogancia, intentar ser moderados, modestos, auto-controlados. Era la totalidad del individuo la conformada para la escucha y mediante la escucha.

Escuchemos a los antiguos, practiquemos el arte de la escucha, pieza esencial en la génesis y formación de nuestra libertad de espíritu, que nunca puede considerarse algo natural, ya dado.

Jorge A. Yagüez, Regresión de la escucha, Faro de Vigo 27/01/2024

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