El quilòmetre sentimental: per què no ens importen els refugiats sirians?

Fotografía: Baigal Byamba (CC)
Fotografía: Baigal Byamba (CC)

El pasado 22 de octubre, un soldado americano murió durante una operación de los Delta Force para liberar a setenta rehenes kurdos que el ISIS mantenía prisioneros en la ciudad de Hawija, al norte de Irak.

Lo primero que hice tras leer la noticia en El País fue buscar más información sobre el soldado en el New York Times. No encontré mucho. Supuse que, como es habitual en estos casos, su nombre no saldría a la luz hasta después de que los familiares fueran informados de su muerte por el Pentágono.

Supuse también que eso es lo que estaba ocurriendo en ese mismo momento. Imaginé a un emisario del ejército llamando a la puerta de una vivienda unifamiliar como las que he visto tantas veces en las películas. Pensé en la mujer del soldado. Quizá había recibido una llamada cariñosa de su marido poco antes de la misión. Ahora oía el timbre con un nudo en la garganta porque a-esta-hora-no-llama-nadie-a-la-puerta-y-eso-solo-puede-significar-una-cosa.

Pocas horas después leí en el Washington Post que el soldado se llamaba Joshua L. Wheeler, que tenía treinta y nueve años, que era de Roland, Oklahoma, y que era un Ranger. Que su misión no implicaba en principio entrar en combate directo con el enemigo. Que cuando las fuerzas peshmerga kurdas se vieron acorraladas por militantes del ISIS, su unidad decidió acudir en su ayuda. Que murió de un disparo y que tenía cuatro hijos. Los imaginé destruidos por la noticia y sentí pena por ellos.

Ese mismo día se publicó también la noticia de que doce personas, tres de ellas médicos, habían muerto en un hospital sirio durante un bombardeo de la aviación rusa.

Leí el titular de la noticia y pasé la página sin leer el resto del texto. Olvidé a los doce muertos en unos pocos segundos. De hecho, he tenido que buscar la noticia en Google para escribir este artículo porque ni siquiera recordaba los detalles exactos.

Los doce muertos podrían haber sido ochocientos mil tutsis o un millón de indonesios. Al soldado americano le dediqué varias horas de mi vida y unas cuantas fabulaciones sentimentaloides y a los doce sirios, apenas unos segundos.

Si los seres humanos fuéramos robots, lo anterior sería incomprensible. Doce muertos son, objetivamente, un hecho doce veces más grave, más triste y más impactante que un solo muerto.

Pero no lo somos. No es racismo. No es imperialismo. No es falta de empatía. No es nada de todo eso. Se llama el kilómetro sentimental y es algo que se aprende la primera semana del primer trimestre del primer curso de periodismo. El interés por un hecho cualquiera es inversamente proporcional a la distancia que nos separa de la víctima. A mayor distancia, menor interés.

Esa distancia puede ser geográfica, pero también cultural. Yo, blanco, barcelonés, ateo, clase media y periodista, tengo más en común con un tipo cualquiera de Nueva York que con un marroquí de Rabat. Aunque del primero me separen ocho mil kilómetros y del segundo, poco más de mil.

El kilómetro sentimental no es un juicio de valor sobre el diferente peso de los muertos. Tampoco nos dice cómo debería ser el mundo. Simplemente nos dice cómo es. Nadie nos ha manipulado desde las sombras de un búnker secreto enterrado bajo las rocas del Death Valley para que nos importe más un americano que un sirio. De hecho, el que ha sido manipulado es aquel al que le importa más un sirio que un americano. Porque lo natural, lo instintivo, es que nos importe más el segundo que el primero. Por la misma razón por la que nos importa más nuestro hijo que el de un amigo, el de nuestro amigo que el de un extraño, y el de un extraño de París que el de un extraño de Yemen.

Si la realidad fuera un dilema moral puro, desvinculado de cualquier contexto personal, yo no lo dudaría ni un segundo: prefiero que el tren atropelle a uno que a doce. ¿Deseo la muerte de miles de ballenas yubarta? Por supuesto que no. Si estuviera en mi mano evitar su muerte (y «estar en mi mano» no significa donar cinco euros cada tres meses) no dudaría en evitarla y publicitarlo luego en Twitter. Pero, ¿me importan realmente las ballenas yubarta? Si he de ser sincero, no. No he dejado de dormir ni una sola noche por las ballenas yubarta pero sí he pasado noches en vela por cosas mucho menos importantes en el esquema general de la realidad aunque infinitamente más importantes para mí, como la duda sobre si debería contestar al whatsapp de A ahora que ando viéndome con B.

Al kilómetro sentimental se añade un segundo factor. Una noticia es, por definición, algo que se sale de la rutina cotidiana. Es decir algo malo. Por eso un diario que solo publicara buenas noticias, como suelen pedir los niños cuando los adultos les incitan a jugar a arreglar el mundo, no duraría ni un solo segundo en la calle. Las buenas noticias que se publican en los medios, pongamos la del supuesto descubrimiento de un remedio contra el cáncer, no son más que colofones a malas noticias de mayor alcance. En el caso del ejemplo anterior, la evidencia de que cientos de miles de personas mueren cada año de cáncer sin que se pueda hacer mucho para evitarlo.

Y por eso más de ciento treinta muertos en París, donde los ciudadanos no suelen morir a docenas en atentados terroristas, es más noticia y recibe más atención que miles de muertos en Nigeria, donde esos muertos son rutina. La noticia en Nigeria no es que Boko Haram dispare contra la multitud en un mercado sino que no lo haga porque ha abandonado las armas.

Aún hay más. La acusación de que los medios occidentales no hablan de los muertos del Tercer Mundo es falsa. Sí lo hacen. Y, de hecho, a esos muertos se les dedica mucho más espacio del que les correspondería si los medios atendieran de forma estricta a los intereses de sus lectores. Claro que, si así fuera, todas las noticias hablarían del «House Water Watch Cooper» de Pablo Iglesias. Y por eso el periodismo intenta mantener un equilibrio entre aquellas noticias que deben y merecen ser contadas a pesar de que solo atraen el interés de una minoría de los lectores y aquellos pierdetiempos que interesan a la gran masa pero que nos podríamos ahorrar sin excesivos problemas.

Por no hablar de una segunda evidencia: los medios de prensa del Tercer Mundo también hablan más de sus muertos que de los nuestros. En la actualidad, solo algunas almas cándidas creen que existe algo así como un gen de la bondad, la equidad y la justicia universal en el ADN de los pobres y los marginados.

Los interesados en el tema pueden echarle un vistazo a la lista de universales humanos del antropólogo estadounidense Donald E. Brown. La lista recopila todos aquellos rasgos de la conducta y el lenguaje que son comunes a todos los seres humanos independientemente de su raza, edad, sexo, estatus económico, cultura o religión. Entre esos rasgos, para los que no se conoce excepción alguna, se encuentran los siguientes:

-Las armas.

-La prohibición del asesinato.

-Los celos sexuales

-El comercio.

-Las creencias falsas.

-La distinción entre los miembros del grupo y los extraños.

-Una mayor atención de las hembras por los hijos.

-La identidad colectiva.

-El miedo infantil a los extraños.

-La distinción entre parientes cercanos y lejanos.

-El nepotismo (la preferencia por los hijos propios y los parientes cercanos).

-La territorialidad.

-La distinción entre el «yo» y «el otro».

Un tercer factor. Un muerto resulta muy interesante pero diez millones no lo son tanto. Lo explican en este artículo, donde también se recuerda una frase de Teresa de Calcuta: «Si miro a la muchedumbre nunca haré nada; si miro a uno solo, sí». Stalin lo había dicho antes con bastante menos romanticismo: «Un muerto es una tragedia. Millones son una estadística».

Diferentes experimentos han demostrado que tendemos a donar más dinero si se nos dice que el beneficiario será un niño que se muere de hambre que si se nos dice que serán ocho. La proporción, por si a alguien le interesa conocerla, es de once dólares de media para un solo niño por cinco dólares de media para ocho niños.

Una segunda versión del experimento ofrecía a los participantes tres opciones:

1. Donar una cantidad voluntaria a una niña famélica de la que se enseñaba una foto.

2. Donar una cantidad voluntaria para «miles» de niños famélicos.

3. Donar una cantidad voluntaria para la niña de la foto, tras ser informados de la existencia de «miles» de niños famélicos como ella.

En el primer caso se donaron 2,25 $ de media. En el segundo, 1,15 $. En el tercero, 1,40 $.

La explicación es sencilla. Lo racional es concentrar recursos allí donde estos pueden ser aprovechados de forma eficiente y no tanto allí donde más se necesitan. Y nuestro interés, nuestra implicación emocional, no es más que un recurso limitado. De ahí que sintamos mayor interés por la matanza de París, donde la posibilidad de remediar la situación es mucho mayor (a través de nuestro voto por ejemplo), que por las matanzas de Siria, que escapan casi por completo de nuestro minúsculo radio de acción.

El cuarto y último factor. Una tragedia puntual (un terremoto que cause miles de víctimas, por ejemplo) es mucho más impactante que una tragedia continua (una guerra civil que vaya por su tercer año). Porque nadie, ni siquiera el individuo más concienciado y predispuesto del planeta, puede acarrear el peso del mundo sobre sus hombros durante más de unos pocos días. Y de ahí que las matanzas rutinarias, como las de Mali, Yemen o Siria, tiendan a pasar desapercibidas frente a aquellas otras a las que sí podemos dedicarles nuestra atención precisamente porque no la requieren a diario.

Acabo con el enlace a dos artículos. Este de Arcadi Espada y este de Daniel Rodríguez Herrera, en el que se puede leer el siguiente texto de Adam Smith, sacado de su Teoría de los sentimientos morales:
Supongamos que el gran imperio de China, con sus miríadas de habitantes, fuera engullido súbitamente por un terremoto, y consideremos cómo reaccionaría un hombre de humanidad en Europa que no tuviera ninguna clase de conexión con aquella parte del mundo al recibir inteligencia de esa terrible calamidad. En primer lugar, imagino, expresaría de manera inequívoca su tristeza por la desgracia de ese infeliz pueblo, haría muchas reflexiones melancólicas acerca de la precariedad de la vida humana y la vanidad de todas las labores del hombre, que pueden ser así aniquiladas en un instante. También entraría quizás, si fuese un hombre de especulación, en muchos razonamientos concernientes a los efectos que este desastre podría producir sobre el comercio en Europa, y sobre el comercio y el devenir del mundo en general. Y cuando toda esta excelente filosofía hubiese terminado, cuando todos estos humanitarios sentimientos hubiesen sido expresados suficientemente, continuaría con sus asuntos o sus placeres, tomando su reposo o su ocio con la misma calma y tranquilidad que hubiera tenido de no haber sucedido tal accidente. El desastre más frívolo que pudiera acaecerle ocasionaría una alteración más real. Si fuera a perder su dedo meñique mañana, no dormiría esta noche; pero, siempre que no pudiera verlos, roncaría con la más profunda seguridad tras la ruina de cien millones de sus semejantes.
A Adam Smith, en 2015, le llamarían trol. Pero Smith tan solo señalaba lo obvio: que a ti, querido lector, tampoco te importan un pimiento los refugiados sirios.

La buena noticia es que es mutuo.

Cristian Campos, Por qué me importa más un francés que un sirio, jot down 17/12/2015

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