text 81: Marcello Tarì, Carta a los amigos del desierto







El desierto del cual hablo es el lugar de la prueba, no porque sea un espacio vacío, sino porque está privado de todas las cosas que decoran artificialmente las existencias, todo eso que las facilita y las halaga: está privado, por tanto, de las distracciones que impiden a cada uno, en la cotidianidad, contemplar su propia vida con clarividencia. El desierto es por consecuencia el lugar que permite meditar, concretamente, sobre su propia vida en el mundo, desde un lugar fuera del mundo, en el más auténtico sentido: libre de lo superfluo, de todo lo que hemos creído necesario pero que, al contrario, ahora en definitiva lo sabemos, de repente ya no lo es más, porque sencillamente jamás lo ha sido. Recíprocamente el desierto nos hace sentir el deseo de todo lo que falta verdaderamente en nuestra vida. A lo largo del camino que dolorosamente abrimos en él, sentimos entonces la ausencia de la comunidad, así como la de la justicia, la de la gratuidad, la de la verdadera salud, y por supuesto, sentiremos también la ausencia de esas personas que hemos excluido de nuestra intimidad sin saber bien porqué, o de aquellas que nos han excluido de la suya y que, no obstante, misteriosamente, nosotros les seguimos amando.
En este sentido el desierto es ese lugar en el que a través de las meditaciones y las pruebas, se forma duramente el espíritu fuerte de un nuevo comienzo. Hoy tenemos la posibilidad de no repetir un ritual como si se tratara de un paréntesis finalmente insignificante para nosotros y para el mundo —y en cuanto a rituales desgastados e inútiles, déjenme decirles que somos grandes expertos— pero para rasgar definitivamente la vela de la Historia que nos retiene como prisioneros de un sueño maléfico. Ir más allá, como a menudo había repetido un viejo sabio. En este momento, ir más allá significa ir mucho más lejos que la pandemia, ir todos juntos hacia otro plano de la existencia.
Endurecidos por el desierto, con la fuerza espiritual adquirida a través de las privaciones y el combate, victoriosos contra los demonios, podremos presentarnos de nuevo al mundo con una potencia nueva que no es del mundo, esa que a partir de ahora sabe —como dice Jesús al demonio que le tienta una primera vez— que no se vive únicamente de pan, sino con y a través de la Palabra. Que es más material que la materia misma. Las tentaciones a las que está sometido Cristo son las mismas de siempre: posesión, poder, manipulación. Materia que es menos que la materia. Éstas son las mismas contra las que hemos luchado desde siempre: por eso, precisamente, nos hemos hecho amigos, ¿lo recuerdas?
Día tras día, nuestras habitaciones se transforman en fragmentos de un páramo desértico, con sus animales salvajes, su profundo silencio, tan incomparablemente habitable, y sus presencias, que de ordinario no las percibimos, demasiado desbordados por una multitud de cosas en gran parte inútiles. El desafío es reconocer la justa presencia, la buena, aquella que cura, y expulsar la mala, aquella que te enferma, que te miente para hacerte mentir, que te intimida para que te arrodilles ante ella a cambio de más poder, de más cosas, de más trivialidades, de más reconocimiento, de más, de más, de más… El desierto hace distinguir lo posible y lo imposible.
El desierto es por otra parte el lugar en el que se unieron los primeros monachoi, los «solitarios», aquellos que están lejos de un imperio injusto y decadente, primero en pequeños números, pero luego de que, mes tras mes, año tras año, han llegado a ser centenares y millares, han comenzado así a vivir juntos, grupo por grupo, en la cenobita, palabra que no quiere decir otra cosa que aquello que nosotros también siempre hemos buscado: lugar de vida en común. Ya en ese momento, como hoy, fue una prueba que afectó tanto a las personas como a la comunidad. Alrededor de los cenobitas se formarán así las otras comunidades y al final, los pueblos, quienes recibieron su fuerza espiritual de los cenobitas, de esos solitarios que consiguieron ver, de su retirada en el desierto, de esa comunidad donde todo era en común, nació así una nueva civilización.

Esta civilización no terminó a causa del coronavirus —creo que es muy claro para todos que éste es solamente un epifenómeno—, sino a causa de su arrogancia, de su rapacidad insaciable, de su injusticia, a causa de haber transformado el mundo en una gigantesca fábrica mórbida.
¿Qué puede nacer de todo esto, además del demonio de la destrucción total, de una civilización que ha erigido al dinero al nivel de ídolo absoluto y el poder como fin último de toda cosa y de toda existencia?

Una vez fuera de la emergencia y de nuestro desierto, ya que debemos considerar siempre que habitar en él no es más que transitorio, no debemos permitir que sea sólo un paréntesis, lleno de sufrimientos y de muerte o incluso de descubrimientos y de momentos memorables, al que sucedería el regreso a la normalidad de antes, porque es precisamente ella quien nos ha llevado al punto donde estamos y quien no puede más que continuar profundizando la destrucción. Y entiendo además por normalidad de antes nuestro modo de vida, o mejor de supervivencia y de ilusión. Veo que muchos de entre nosotros buscan desesperadamente reafirmar su propia normalidad. Esto no va, en toda amistad: esto no vale la pena.
Pero nosotros debemos prestar atención también a la normalidad que viene después, que se nos presentará como la nueva necesidad, hecha de prohibiciones, de ausencia de libertad y de un egoísmo renovado, y todo por nuestro bien. O eso que los profetas improvisados nos indicarán como el material del nuevo mundo, idéntico al anterior pero con gobiernos diferentes.
Al contrario, tendríamos que repetir el gesto de separación de los primeros monachoi: hacer secesión de la civilización decadente, de la destrucción, construir nuestros cenobios, nuestras comunas. He pensado mucho últimamente en por qué no lo hemos hecho todavía, por qué no hemos sido capaces, qué es lo que nos ha impedido hasta ahora intentarlo de nuevo; no he sabido darme respuestas satisfactorias. Uno entre ustedes logrará probablemente sugerir una. 
¿Qué haremos, qué veremos, cuando salgamos del desierto?
Una vez fuera del desierto, el Nazareno anunció que el Reino está ahora próximo. Yo siempre he interpretado este próximo no en el sentido temporal de un futuro no muy lejano, y que nadie por otra parte ha podido jamás calcular, sino como aquello que tenemos o que se encuentra a nuestro lado, tal y como se dice justamente de nuestro prójimo. Sobre esta proximidad, creo que no tenemos mucha necesidad de otras palabras para entendernos.

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