text 70: Antonio Scurati, El gran reto para una generación afortunada








Qué duda cabe de que a nosotros también nos ha tocado vivir en una época de grandes cambios, que han sido profundos y vertiginosos, pero, paradójicamente, en los tiempos que nos han correspondido las rupturas excepcionales no se han manifestado en forma de guerras, revoluciones y migraciones de pueblos, como sí les ocurrió a nuestros padres y abuelos.
Han sido todas ellas cosas que siempre, de una forma u otra, atañían a los “demás”. De esta forma, hemos sido guerreros de salón, bañistas en las playas de los migrantes, y cabría decir, en conclusión, que nuestros dramas han adquirido siempre forma de psicodrama, y que el síndrome del ataque de pánico ha sido la patología psiquiátrica más típica de nuestra psique colectiva. Cuando nos entra un ataque de pánico, el cuerpo reacciona activando un proceso psicosensorial que está en consonancia con la presencia de una amenaza mortal (hiperlucidez, descargas de adrenalina, aumento de la frecuencia respiratoria). Una reacción muy útil si uno se topa con un león en la sabana. Lo que ocurre es que, en el caso del ataque de pánico, no hay león alguno en las cercanías.
Ahora, por desgracia, el león sí que está aquí. Y, como en una suerte de sarcástica némesis histórica, ha asumido la forma impalpable, microscópica, casi fantasmagórica, pero terriblemente real, y potencialmente ubicua, de la epidemia. La amenaza mortal existe y puede hallarse en cualquier parte. La crisis que se ha generado con el coronavirus nos recuerda en algunos aspectos a un escenario de guerra: calles desiertas, personas encerradas en sus casas, unidades de cuidados intensivos desbordadas en los excelentes hospitales lombardos, hasta el extremo de que los médicos se ven obligados a escoger a qué pacientes atender y a cuáles dejar morir.
A juzgar por ciertas situaciones vergonzosas, uno diría que nuestra afortunadísima generación, cuando ha llegado a su prueba de madurez, no parece ser capaz más que de reaccionar con actos de pánico (fugas precipitadas en trenes nocturnos desde las poblaciones afectadas del norte hacia el sur de Italia, nada más decretarse las medidas de aislamiento) o de irresponsabilidad (colas en las cercanas estaciones de esquí de muchos habitantes de Lombardía a pesar de haber sido invitados a permanecer en sus hogares). No puedo resignarme a creer que es así. Debemos admitir que hemos llegado hasta aquí sin experiencia de lo que siempre ha definido la condición humana: la plena conciencia de nuestra mortalidad, la lúcida y madura conciencia de que la vida y la muerte serpentean una junto a otra como caminos coplanarios, contiguos y de igual importancia.
En otras palabras, hemos sido una generación impolítica. Transeúntes solitarios por los senderos de la búsqueda de la felicidad individual, no hemos conocido la política como sentimiento de pertenencia a un destino común. Pues bien, no nos queda más remedio que descubrirla ahora. Y debemos aprender a toda prisa. Hemos de poner remedio al lento aprendizaje que no hemos tenido. Pertenecer a una comunidad de destino, a una comunidad política, significa también elevarse a la altura de un sentimiento trágico de la vida, luchar por la vida, desear la vida sabiendo que “flotamos en un medio vago entre estos dos extremos, como entre el ser y la nada”.
Por todas estas razones, considero que ha llegado el momento de la política, en su más alto significado, y bendigo, por lo tanto, la decisión política que ha transformado toda Italia en una zona roja contra la arbitrariedad de las personas, su pánico y su irresponsabilidad.

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