text 68: Marta Peirano, Contra la seductora lógica del totalitarismo







Con todos los respetos: ya está bien de decir que el modelo chino de supervigilancia es lo más eficiente para parar el COVID-19. Para empezar, el régimen que multa por beber entre semana o cruzar fuera del paso de cebra y te encarcela por leer el Corán se olvidó de prohibir los mercados de animales salvajes, a pesar de su penosa experiencia con la gripe A en 1957 y el SARS en 2002. La eficiencia totalitaria, si es que existe, nunca tiene como objetivo la protección de los ciudadanos sino la supervivencia del régimen. 
El Partido Comunista chino es uno de los mayores productores mundiales de desinformación. No sabemos si sus victoriosas cifras oficiales son ciertas porque no han sido contrastadas, ni por la prensa libre, ni por organismos de transparencia porque allí están prohibidos. Lo que sí sabemos es que los primeros avisos de la existencia del coronavirus fueron silenciados por los funcionarios del régimen, gracias al eficiente sistema de vigilancia ciudadana que ahora consideramos una opción.
El primer caso confirmado de coronavirus fue un hombre de 55 años, el 17 de noviembre de 2019. Diez días más tarde, la jefa del departamento de cuidados respiratorios del hospital de Hubei, Jixian Zhang, advirtió de la existencia de un nuevo SARS y aisló a siete pacientes para tratamiento. El 30 de diciembre, un oftalmólogo del mismo hospital llamado Li Wenliang mandó a su grupo privado de WeChat un mensaje titulado "Siete casos de síndrome agudo respiratorio severo (SARS) del mercado de mariscos de Huanan" que fue rápidamente compartido con otros grupos. Dos días después, la policía local los había amenazado a ambos, junto con otros seis médicos, por distribuir rumores infundados acerca de una enfermedad pulmonar.
El gobierno chino comunicó a la OMS la existencia del virus el 31 de diciembre de 2019 diciendo que se trataba de "una enfermedad prevenible y controlable". Según el South China Morning Post (periódico que se publica en inglés y tiene su sede en Hong Kong), el 1 de enero las autoridades chinas habían registrado al menos 381 casos, pero la cifra oficial de mediados de enero fue de 41. En esas tres semanas, siete millones de personas salieron de Wuhan para celebrar con sus familias el año nuevo lunar y el tráfico internacional continuó con su ritmo navideño habitual.
Hoy muchos europeos razonables abrazan el autoritarismo con la esperanza de habitar un orden moral predecible, un mundo de valores comprensibles y vintage. En tiempos de incertidumbre buscamos refugio en la certeza, aunque sea una certeza brutal. A menudo me pregunto si no hay cierta compulsión de repetición, donde las sociedades que han crecido en dictadura buscan nuevos maltratadores, igual que los niños maltratados se emparejan con réplicas de su primer agresor. Despreciar esa nostalgia como estúpida o criminal demuestra un profundo déficit de empatía, porque esa ansia por la certeza está en todos, aunque se manifieste de manera desigual. 
El autoritarismo es una enfermedad crónica cuyos síntomas se manifiestan no solo en las marchas, las banderas, los mítines de Vox y las peleas en Twitter. También en el regocijo bipartisano de ver cómo se humillan los políticos en el Congreso, cómo se ningunean los periodistas en la tele y cómo se regocijan y aplauden los vecinos cuando la policía esposa a otro vecino por huir de la cuarentena oficial. Jamás pensé que vería a la generación del 15M aplaudir a la Policía por derribar a un ciudadano desobediente. El déficit de empatía nos deja muy expuestos a este virus. La historia nos dice que, una vez contraído, el ciclo de infección es largo y las consecuencias muy graves. Que la recuperación es lenta e imperfecta. Como dice Camus, el bacilo se instala en nuestros músculos, esperando una nueva oportunidad.  
Hay otros espejos en los que mirarnos, como Corea o Alemania, en los que hay tres claves perfectamente democráticas que acompañan la gestión de la pandemia: mascarillas para todos, información contrastada y tests, muchos tests. Las tecnologías de vigilancia masiva no pueden ser el atajo que sustituya las responsabilidades de un gobierno democrático, que es cuidar a sus ciudadanos antes de castigarlos. No dejemos que esta crisis se convierta en la versión médica del Huracán Katrina, como ha sugerido el sociólogo Mike Davis. No dejemos que la vigilancia masiva se instale en la administración. No seamos víctimas del Capitalismo Desastre que tan oportunamente describe Naomi Klein en Capitalismo Desastre y La Doctrina del Shock. Incluso si las cifras de China son ciertas y su sistema de control ciudadano funciona, una vez se haya instalado en nuestras vidas como herramienta de gobierno, no tenemos anticuerpos para repeler sus efectos secundarios.

Comentaris

Entrades populars d'aquest blog

Percepció i selecció natural 2.

Gonçal, un cafè sisplau

Què és el conatus de Spinoza?