La politització de l'art i la censura.



... resulta difícil negar que el artista, como productor cultural, realiza una aspiración que siempre estuvo viva en su oficio cuando el arte se constituyó, en el siglo XIX, como una jurisdicción independiente de los poderes políticos, económicos, religiosos o “morales” a los que el pintor o el músico se habían visto obligados a someterse en épocas anteriores. A partir de ese momento puede exigirse que la producción y la valoración de las obras de arte se lleve a cabo en función de criterios exclusivamente estéticos que nada deban para su legitimación a otras esferas del juicio. Algo muy parecido sucede con la libertad de cátedra o la de prensa, que pese a que siempre hayan formado parte del ideario “profesional” de escritores y profesores, solo se encuentran verdaderamente garantizadas cuando sus respectivos campos –la investigación científica, el trabajo intelectual y la formación de la opinión pública– consiguen autonomía política con respecto a otros órdenes sociales deseosos de instrumentalizarlos a su servicio.

Cuando Balthus pintó Thérèse dreaming, en 1938, la actividad artística se hallaba aún protegida por esa jurisdicción autónoma de la que el cabo Piris nada sabía, convencido como estaba de que podía legislar sobre la esfera estética en nombre de una superioridad moral a la que nada ni nadie podía resistirse. De hecho, gracias a esa protección pudieron al menos protestar los artistas a quienes los regímenes fascistas y comunistas persiguieron por negarse a someter sus criterios estéticos a los criterios políticos de los ministerios de propaganda.

Pero el trabajo de las vanguardias históricas, convertidas en horizonte de referencia para todo el arte contemporáneo tras la Segunda Guerra Mundial, consistió, entre otras cosas, en rechazar y dinamitar esa protección para que el arte dejara de ser una esfera separada de la vida y se diluyera en ella, casi siempre por la vía de lo que Walter Benjamin llamó “la politización del arte”. Así, al mismo tiempo que se divulgaban la “microfísica del poder” y la “micropolítica del deseo”, una parte significativa de los movimientos artísticos abandonaba lo que quedaba de la jurisdicción autónoma de la estética moderna y buscaba para sus obras una legitimación política o moral. De nuevo, se trata del mismo tipo de legitimación que pretendieron dar a las artes los regímenes totalitarios nacidos en el siglo XX, aquella en virtud de la cual se podía censurar la Maja de Goya; pero de nuevo las causas político-morales a cuyo servicio se ponen (de manera simbólica) algunos artistas contemporáneos son intachablemente “buenas”: toman partido por las víctimas de la injusticia, la discriminación, la inmigración o de los efectos del capitalismo sobre el planeta. Sin embargo, como quiera que se valore esta estrategia del arte contemporáneo (ya sea como un “progreso” con respecto a su pasado “autónomo” o como una regresión hacia la heteronomía), una cosa es innegable: desde el momento en que el arte se desliza hacia una legitimación que se pretende más política y moral que estética o artística, es prácticamente inevitable que quede desarmado ante los argumentos que, como la pretensión de censurar el cuadro de Balthus, se apoyan en las mismas razones morales y políticas y en las mismas intachables causas a cuyo servicio se ponen las obras.

José Luis Pardo, El insensato furor del resentimiento, Letras Libres 01/0272018

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